Preludios de sexo oral
Encontrar aquella blandura la desconcertó. Sintió un latigazo de sequedad recorriéndola entera. Sus manos desabrocharon nerviosamente el cinturón de él, desabotonaron el pantalón y tiraron de él hacia abajo. Descendió éste hasta las rodillas. Sólo el slip quedó cubriendo los genitales de él. Aún intentó ella endurecer aquel trozo de carne magreándolo por encima del calzoncillo. Quería evitar el tener que enfrentarse a una visión que, con pequeñas variaciones de pilosidad y tamaño, ya le sabía a conocido. Estaba harta de ver el pene mustio y derrotado de su marido. Estaba harta de oír excusas que intentaban justificar aquella desgana. Que si el trabajo, que si el estrés, que si el cansancio… Hasta el coño estaba ella de excusas, se decía mientras refregaba aquella carne que parecía no querer despertar del todo para darle el placer que había prometido en tantos whatsapps. Por eso había empezado con aquel juego tonto que había ido derivando en una especie de droga. Porque se sentía insatisfecha, una mujer desaprovechada, una carne que exigía placer y que avanzaba poco a poco hacia el tiempo definitivo de la ceniza y el olvido sin haber podido gozar como la vida nos exige al habernos dotado a todos de la maravilla gratuita e igualitaria del sexo. Ella no quería bajar unos calzoncillos para ver una polla indiferente y muerta. Ella, tras haber sido puesta en ebullición por todos aquellos whatsapps y por aquellas caricias que él había dejado sobre sus tetas y sus pezones, quería ver una polla si no grande sí dura, un rabo orgulloso y tieso repleto de venas reventonas y de ganas de meterse en su boca, en su coño, en su culo; un falo que acabara convirtiéndose en una manguera que acabara rociándola con toda la lechada que aquellos testículos que ella ahora mordisqueaba por encima del tejido del slip fueran capaces de elaborar.
Los cuerpos se sintieron de repente al raso, sin protección alguna contra todo lo que las mentes de cada uno de ellos dieran en verter sobre aquellos minutos esencialmente trascendentales que debían determinar el éxito o el fracaso de su encuentro.
Y las mentes de uno y otro empezaron a hablar de inseguridades, de fracasos antiguos, de miedos a quedar mal, a no gustar, a no ser demasiado algo, no sabían bien qué… Ella intentó rebelarse contra esos pensamientos aferrándose al clavo ardiente de bajar los calzoncillos de él y enfrentarse definitivamente a la visión de aquel pene que tantas veces había visto fotografiado, duro, orgulloso, follador. Lo vio a un palmo de sus ojos, e intentó borrar lo visto con su boca. Sin duda, pensó, dentro de ella aquella carne desfallecida tomaría vigor y se endurecería para, por fin, cumplir con el cometido por el que había sido convocada allí: meterse y correrse en su coño o en su culo o, si fuera posible, en ambos lugares, dejándolos bien satisfechos.
Con tal finalidad sorbió, lamió, chupó, succionó, meneó aquella carne que se empecinaba en un desfallecimiento que parecía irreversible mientras la mente de él empezaba a convertirse en un carrusel en el que giraban, a ritmo frenético, imágenes de un tiempo que creía olvidado y que parecía querer regresar con toda su fanfarria de inseguridades y miedos. Todo lo que había quedado atrás cuando conoció a su mujer volvía recrudecido por el sentimiento de culpa que le embargaba al tener la polla metida dentro de la boca de aquella extraña. Intentaba excitarse aferrándose a alguna imagen que le resultara especialmente excitante y desde el baúl del pasado regresó la de su mujer una noche de varios años atrás. Habían cenado con unos amigos y, bien fuera por las copas, bien por el influjo sensual de una primavera recién estrenada, habían vuelto a casa incendiados de deseo. Si no se follaron en el ascensor fue porque vivían en un primero y no tuvieron tiempo más que de desabrocharse los pantalones. Entraron en casa con ellos casi por las rodillas. Lo primero que encontraron fue el sofá. Ella tiró de sus calzoncillos hacia abajo y con un hambre desconocida se metió la polla en la boca. La succionó fuerte, con ansias, como si de golpe y porrazo quisiera extraer de ella toda la leche que contuvieran aquellos testículos congestionados de placer. Él sintió que no iba a poder contenerse, que se iba, que se iba, y cuando apenas le quedaba ya nada para correrse hizo lo que siempre habían hecho en esos casos: con la punta de los dedos dio dos o tres golpecitos suaves en la mandíbula de ella. Ella ya conocía esa contraseña. Sabía que, cuando él hacía aquel gesto, era porque ya la ebullición se había apoderado de sus testículos y en apenas unos segundos aquella polla endurecida de deseo se iba a poner a lanzar su escupitajo de semen. Era entonces, en aquel momento de imposible retorno, cuando ella retiraba su boca y, con la mano, acababa la faena que los labios habían comenzado.
Acostumbraban a verter la lechada sobre su vientre, sus tetas o sobre las mismas sábanas. En alguna ocasión (pocas) ella había deseado sentir aquella lluvia de lefa sobre su rostro. En una de aquellas ocasiones el lefazo había taponado uno de los agujeros nasales y el cerebro se le había llenado del fuerte olor del semen de él. Eso le había parecido muy excitante. Casi había llegado a un orgasmo al que al final llegó gracias a la lengua y los dedos de él. La primera se había entretenido lamiendo cuidadosa y lentamente todos los rincones de su coño. Los segundos habían realizado una pequeña excursión dentro de su culo.
Pero aquel día ella no quería perder ni una gota de aquella lefa ardiente. La quería toda para ella. Por eso, cuando sintió en su mandíbula la contraseña de los dedos de él, el aviso inequívoco del orgasmo inminente, echó la cabeza hacia adelante, hundió toda la polla en su boca y, por primera vez en su vida, se tragó toda la lechada que, borboteante, salió del rabo de él.
A ésta era a la imagen a la que se aferraba él, en aquella habitación de hotel, para intentar despertar la carne dormida…
(Continuará)