Un fanático del cunnilingus
Nos gusta aferrarnos a la última esperanza. Nos sucede con muchas cosas en la vida. Creemos que quizás el médico se ha equivocado en su diagnóstico fatalista de la misma manera que creemos que nuestro equipo de fútbol, con un presupuesto ínfimo, va a resultar ganador de la Champions League. Es muy humano actuar así. Todos lo hemos hecho alguna vez. Como si conserváramos todavía, desde los tiempos de la infancia, el tic de cerrar los ojos pensando que, así, va a desaparecer, como por encanto, lo que tenemos delante de nosotros. Eso mismo intenté hacer yo cuando recibí, como del rayo, la intuición de lo que estaba sucediendo entre mi “amigo” (¿debía empezar a entrecomillar mis referencias a esa amistad?) y “mi” (¿debía empezar a entrecomillar ese posesivo?) mujer.
Intenté aferrarme a la idea de que aquello que yo había imaginado que había pasado no eran más que figuraciones mías. Quien me conoce (y yo creo conocerme desde hace algún tiempo, ésa es una de las pocas ventajas que tiene envejecer: que uno deja de hacerse falsas expectativas sobre uno mismo), quien me conoce, repito, sabe de mi natural celoso. Los psicólogos, en el caso de que alguna vez alguno de ellos hubiese puesto sus sucias manos sobre mí, habrían dicho, con toda probabilidad, que ese carácter celoso que siempre me ha adornado no es sino fruto de mi falta de autoestima y de mi inseguridad en lo tocante a las relaciones sexuales. No les diría que no. Uno da para lo que da y no hay más cera que la que arde: ni he sido un superdotado genitalmente hablando ni he sido capaz de relativizar ni las relaciones sexuales ni a la mujer.
A ésta la he idealizado siempre, la he colocado en un pedestal, la he engalanado de misterio y he convertido el contacto físico con ella en una experiencia cargada de simbología y religiosidad: algo místico comparable, en cierto modo, a una ascensión al Paraíso. De alguna manera siempre me ha sorprendido, en el momento del sexo, el ser yo, precisamente yo y no cualquier otro, el que estaba disfrutando de esa experiencia. Como si no acabara de creérmelo. Como si esa suerte no la tuviera merecida. Quizás por ello mis polvos no han sido casi nunca de larga duración: porque la idea de estar metido en la boca de una mujer me ha superado siempre, porque sentir en mi pene el ardor de su vientre, ese oleaje de cera caliente, ha sido superior a mi resistencia. Y sin embargo, sin embargo, siempre había tenido la confianza (extraña, sí, pero confianza al fin y al cabo) de que con Carmen había encontrado, por decirlo de algún modo, la horma de mi zapato, el complemento perfecto, la mujer que, gracias a su facilidad para llegar al orgasmo, había podido relativizar lo que yo siempre había considerado una duración, por mi parte, demasiado corta.
Cuando Carmen me conoció, yo era un hombre anímicamente en harapos, una cochambre. Apenas superaba los veinticinco y, virgen de todo menos de pajas, decidí aventurarme por la senda de las relaciones sentimentales con una mujer diez años mayor que yo. No hace falta decir que aquella mujer de cuyo nombre no quiero acordarme volvía de sitios que yo ni tan siquiera podía imaginar que existieran. El batacazo fue de órdago. Quizás ella buscaba en mí al semental que por mi edad se suponía que yo debía ser. Quizás con lo que ella había imaginado que serían unos polvos delirantes lo que buscaba era quitarse como fuera la mugre que había dejado sobre su espíritu su fracaso matrimonial. No sé. Todo eso lo he pensado después. En aquellos días apenas tenía tiempo para pensar.
Como suele decirse, yo era en aquel momento puro sentir. O, si se prefiere, padecía eso que, muy gráficamente, se llama encoñamiento. Y es que su coño se había encargado de invadir todas y cada una de mis circunvoluciones cerebrales. Pese a la insultante exuberancia de sus pechos y a la altivez redondeada y dura de su trasero, era su coño el que imperaba sobre todo mi pensar. Si algo yo deseaba, era su coño. Yo quería lamerlo de abajo a arriba y de arriba a abajo. Una y otra vez, sin descanso. Yo quería separar sus labios y hundir entre ellos mi lengua, sorber la cera ardiente que debía manar de aquel lugar anhelado y misterioso. Más que, por ejemplo, ponerla a cuatro patas y perforarla por la vagina o el ano, lo que yo ansiaba era sentir en mi boca el pálpito caliente, húmedo y salino de su coño. Sentir en mi boca su orgasmo: ése era mi sueño.
Y ese sueño ella no estuvo dispuesta a concedérmelo. Alguien le había dicho alguna vez que el olor de su coño humedecido y caliente era demasiado intenso y ella, herida por aquellas palabras, había decidido escamotear a todos los amantes que vinieron tras aquél (o, al menos a mí) lo que yo consideraba un sublime placer. Ella me concedía el placer de lamer mi polla. Incluso el de dejar que me fuera dentro de su boca. Ella me concedía el placer de lamer mi ano mientras me hacía la más soberana de las pajas. Ella me cabalgaba durante el breve espacio de tiempo en que yo sentía cómo una oleada de fuego me trepaba piernas arriba convirtiendo mi rabo en una fuente de lefa. Eso hubiera servido muy probablemente para hacer feliz al más caliente de los hombres. Pero yo no era cualquiera. Yo era el hombre que soñaba con comer coños. Y, lo peor de todo, yo era el hombre que ni una sola vez consiguió llevar a su pareja hasta el orgasmo. Intentaba masturbarla con los dedos y ella se negaba. Sabía que detrás de aquel interés estaba el deseo de llevarme después los dedos a la boca para saborear así, de manera indirecta, lo que yo consideraba el mejor de los elixires. Por eso no me dejaba. En resumen: que aquella incapacidad para llevar al orgasmo vino a poner la guinda a otra serie de problemas de entendimiento general que ahora no vienen a tiempo. Ella podía haber escogido muchas maneras de dejarme (seguramente motivos no le faltaban), pero escogió la más hiriente. “No sirves ni para follar”, me dijo. Y yo me quedé con las ganas de saborear su coño y con la autoestima echa añicos. Delante de mí solo quedaba un desierto de desolación del que solo pude salir cuando conocí a Carmen, la misma Carmen que ahora, seguramente, estaba buscando el momento idóneo para decirme adiós.
(Continuará)