La infiel enculada
“El motivo de toda aquella sucesión de gemidos y sollozos con los que Susana llenaba la habitación seguramente estaba en el grosor de la polla que la estaba penetrando por el culo. O debía de estar allá, porque yo, sinceramente, en aquel momento, ni vi ni pude calibrar el tamaño de aquel cipote. No me lo permitía la perspectiva desde la que contemplaba la escena. Lo único que podía decir entonces es que, de guardar alguna relación el tamaño de aquel rabo que estaba sodomizando a Susana con el tamaño físico de su propietario, aquél debía ser, sin duda, un rabo de primera, uno de esos pollones que una no puede dejar de mirar con una morbosa mezcla de miedo y de deseo”.
“Y es que el muchacho que se estaba beneficiando a Susana era lo que se dice una auténtica bestia parda, una especie de Vin Diesel que de golpe y porrazo hubiera llegado allí para dictar sus normas y para enseñarme, de golpe, hasta qué punto podemos engañarnos al considerar el tipo de relación que mantenemos con las personas y hasta qué punto pueden llegar a ser dolorosos los celos”.
“El rodar de mis lágrimas por las mejillas coincidió con el orgasmo de Susana. El de aquel mozetón alto y despiadado que seguía empotrándose a Susana por la retambufa tardó poco en llegar. Con un último empellón que hizo a mi amiga rasgar la noche con un chillido que parecía brotar desde las profundidades mismas de su culo, aquel hijodeputa llevó su semen hasta lo más hondo de aquella carne lacerada de mi amiga en la que se entraba por aquel esfínter que ahora debía lucir dilatadísimo, al que yo tantas veces había lamido y en el que tantas veces había hecho entrar aquel sucedáneo de silicona que, ahora lo veía, poco podía competir ante un cipote real de las dimensiones del que gastaba aquel maromo. Y es que, una vez que se había corrido, el amante de Susana, saliendo de ella, dejó a la vista sus atributos. Y estos eran, ciertamente, unos atributos dignos de revista porno. Aquella polla, sin estar ya erecta, tenía un tamaño ciertamente descomunal. Nunca pensé que pudieran existir pollas así y mucho menos que un rabo de aquellas dimensiones pudiera caber entero dentro de un culo. El muy cabrón de Fabián (después supe su nombre, cuando tuve que soportar el discurso de Susana sobre hasta qué punto se había quedado enganchada a aquella polla y su cantinela de no nos habíamos prometido nada, Marta, no te lo tomes así, cariño, pensé que para ti lo nuestro era también sólo sexo) debió leer la sorpresa en mi mirada, porque, con una sonrisa absolutamente despreciable, me dijo: ‘únete a la fiesta si quieres, guapa; como ves’, y al decir esto hizo bailar aquella especie de manguera que tenía entre las piernas sobre la palma de su mano, ‘tengo rabo de sobra para las dos. Y tú, con esa cara de mosquita muerta ofendida con la que me miras, tienes pinta de tener un coñito verdaderamente delicioso y estrechito. Vamos, como a mí me gustan. ¿Te importa, chati?’. Y con esas palabras, clavando su mirada en la de mi amiga, finalizó Fabián su más que modesta intervención”.
“No fue el tono chulesco de aquel engreído semental lo que más me molestó. Lo que ciertamente me sacó de mis casillas y me hirió hasta lo más hondo de mí fue la respuesta de mi amiga y su sonrisa pintarrajeada de una lubricidad barriobajera y vulgar. ‘Ni lo más mínimo, guapo’, dijo Susana: ‘¿por qué me iba a importar? ¿Soy acaso tu dueña? Fóllatela si se deja. Eso sí: antes de metérsela hasta el fondo para que aprenda de una vez por todas lo que es una buena polla cómele bien el coño. A mi amiga le encanta que se lo coman y, además, el suyo es un coño ideal para ser comido. Jugoso. Rico. No sabes cómo tiembla cuando se corre. Y cómo quema. O, si lo prefieres, corazón, se lo voy comiendo yo y te la pongo a punto. Hay algo que me dice que o me lo como ahora o nunca más podré tener ese coño en la boca. Dime, corazón, ¿qué prefieres?”.
“Me hubiera gustado tener arrestos para contestarles. Me hubiera gustado no haber tenido la garganta atenazada por las lágrimas para decirle a aquel cretino que se fuera a follar a su puta madre, a la que seguro que le cabían diez pollas como la que su hijo hacía bailar todavía, orgulloso, en la palma de su mano. Me hubiera gustado, también, marchar de aquella habitación sin aquella traza de mujer herida con la que me marché, sin aquel aire de derrota y desamparo, sin aquella estúpida sensación de haber sido abandonada”.
“Tardé apenas dos días en recoger mis cosas y buscar otro piso de estudiantes. Quizás Susana, aunque con menos intensidad (¿cómo tener ganas de sexo después de haber sido ensartada fieramente por aquel ariete descomunal?), habría seguido manteniendo relaciones sexuales conmigo. Probablemente. Muy probablemente. Ya te lo he dicho: Susana era un espíritu libre. Pero yo no estaba preparada para compartir a Susana con nadie y, sobre todo, no estaba preparada mentalmente para asumir que podía enamorarme de una mujer, que de hecho me había enamorado, que podía ser, por tanto, lesbiana, o que, en cierto modo, ya lo era”.
“Desde la primera vez que nos habíamos comido mutuamente el coño me había querido plantear mi relación con Susana como una simple manera de conseguir un placer que mi cuerpo y mis hormonas demandaban, una extraña forma de masturbación sirviéndome de algo, Susana, que en nuestros encuentros cumplía la función que hubiera podido cumplir un juguete erótico lleno de imaginación y autonomía de actuación. El contemplar que mi adicción a aquel juguete tan especial traspasaba los límites de lo meramente físico hizo que todas mis convicciones se tambalearan. Necesitaba soledad. Necesitaba hacerme preguntas. Necesitaba conocerme sexualmente más allá de mi contacto con Susana”.
“Guardé cinco meses de luto y abstinencia, justo los que tardé en conocerte. Ni siquiera me masturbé durante aquel tiempo de duelo. No fue una prohibición que me impusiera a mí misma. De hecho, ni siquiera sentía necesidad de hacerlo. Sólo las sentí una noche, la primera que tú y yo coincidimos en aquella conferencia, cuando Andrea nos presentó.
Me sorprendí mirando tu perfil concentrado, aquella manera de abstraerte de todo lo que te rodea cuando te sumerges en una lectura. Me resultó sumamente atractiva aquella actitud tuya cuando leías. Y mi coño, que es siempre más listo que yo, o, cuanto menos, más rápido a la hora de pensar, me lo dijo sin ambages: quiero sentir dentro la polla de ese tío. Me lo dijo a su manera, claro, humedeciéndose como en los viejos tiempos, deseando llegar a casa para que mis dedos o la alcachofa de la ducha (había lanzado al contenedor todos aquellos juguetes eróticos que había compartido con Susana) aplacaran ese incipiente ardor que empezaba a hacer presa de él”.
(Continuará)