El deseo del lector

– Son muchas preguntas juntas –le dije mientras intentaba calmar mi erección y poner orden en mis ideas, que batallaban sin cuartel en una guerra en la que intervenían el deseo, la esperanza y la prevención a partes no necesariamente iguales-. Necesitaría apuntarlas –le dije- e írtelas contestando una a una.

Su risa brotó de repente y lo hizo conmocionándome. Aquella mujer estaba tomando conciencia exacta de su poder sobre mí. Mejor dicho: ya la tenía. Mi mirada, seguramente, no podía ser más transparente. Seguramente lo había sido siempre. Las mujeres saben cuándo un hombre ha convertido el hecho de follárselas en una cuestión casi de vida o muerte. Y eso, el follarme a la dichosa bibliotecaria, se me había convertido en una obsesión. No debía existir una postura erótica en la que no la hubiera imaginado. La había colocado a cuatro patas, con su coño y su culo bien expuestos. La había colocado cabalgando sobre mí. La había colocado a horcajadas sobre mi rostro, con su vagina apenas a dos centímetros de mi boca, recibiendo el homenaje de mi lengua frenética que la recorría e intentaba penetrar como si, de repente, hubiera dejado de ser una lengua para convertirse en un pene enhiesto y duro.

Intuí que todo eso lo había visto ella. E intuí también que lo había visto antes de proponerme la lectura de aquel libro en el que se relataba hasta qué punto una mujer podía convertirse en sumisa y esclava sexual por amor a su pareja. Es más: intuí que si me había propuesto aquella lectura era precisamente porque había visto aquel deseo dibujado en mis ojos. Lo que no alcanzaba a intuir era qué pretendía hacer aquella mujer con mi deseo. ¿Pretendía utilizarlo en provecho propio para gozarlo y disfrutarlo? ¿Pretendía rendirse a mis deseos? ¿Pretendía burlarse de mí? Sólo dando un paso al frente conseguiría averiguarlo y ese paso me estaba siendo reclamado por aquella risa impregnada de cachondez y provocación que escapaba de aquella garganta que yo quería inundar con la lava incandescente de mi leche.

– Si te apetece –carraspeé- podemos quedar a tomar un café y te voy contestando a todas esas preguntas… y a alguna más que se te ocurra hacerme.

– ¿Un café? -me preguntó, y su boca se frunció en una mueca de simpático desprecio-. Yo sólo tomo café al mediodía –dijo-. Y al mediodía no dispongo de tiempo libre. Tengo que ir a ver a mi madre y a mi abuela. Están mayores, cuentan con mi visita diaria, y, aunque no lo parezca, yo soy una niña buena.

Me la hubiera follado allí mismo, encima del pequeño mostrador tras el que se parapetaba, sin quitarle ni tan si quiera las bragas, sólo levantando aquella falda vaporosa que aquél día llevaba y apartando un poco el tejido seguramente escaso que debía cubrir su vagina para, al fin, entrar en ella, poderoso, guiado por la intrépida desvergüenza de mi deseo y la dura y persistente erección de mi pene.

En la sonrisa de aquella mujer al pronunciar aquellas palabras no sólo había provocación; había también la seguridad de la mujer que sabe el terreno que pisa. Aquella seguridad en sí misma mezclada con su indudable atractivo físico la convertían en una mujer peligrosa. Si algo yo tenía claro en aquel momento era que debía vedarme absolutamente la posibilidad de enamorarme de ella. Enamorarse de una mujer así sólo podía conducir al sufrimiento. Una mujer como aquella bibliotecaria estaba hecha para follar, única y exclusivamente para eso. Al menos para alguien que, como yo, carecía de los recursos de autoestima suficientes como para capear los temporales que a buen seguro sobrevendrían en una relación con alguien como esa bibliotecaria que había llegado al barrio para sacarme de mi calma existencial y para poner mi vida patas arriba.

– Si lo prefieres –continuó-, podemos quedar cuando cierre la biblioteca. Ya sabes a qué hora es eso. Mañana es viernes. Sería un buen día para quedar, ¿no crees? Así, si se alarga la cosa, no tendremos que preocuparnos con si al día siguiente tenemos que trabajar o no.

La masturbación aplazada

“Si se alarga la cosa”, decía la muy zorra. De momento, lo que se estaba alargando allí era mi polla. Y de una manera exagerada. La sentía, dura bajo el calzoncillo, intentando encontrar una vía de escape. Su reclamación era urgente y no admitía prórrogas. Cuando llegara a mi casa no podría evitarlo. Me tumbaría sobre la cama, desnudo, sacaría del cajón de la mesita de noche el tubo de lubricante y, tras embadurnarme la palma de la mano, apagaría la luz y me la menearía lenta y calmadamente como había aprendido a hacerlo de un tiempo a esta parte. Con la yema de los dedos acariciaría mi frenillo. Tomaría la punta de mi rabo y con los dedos girando alrededor de él, lo haría temblar de placer. Haría subir y bajar mi mano lentamente, acompasándola a mi respiración, a lo largo de toda mi polla. Quizás hasta juguetearía con uno de mis dedos dibujando circulitos alrededor de aquel agujero que mis nalgas ocultaban y que desde no hacía mucho había aprendido a estimular y que siempre agradecía con un estremecimiento tímido y sensible aquel roce suave que mis dedos dejaban sobre él mientras se iba acelerando la llegada del momento en que mis testículos, contrayéndose espasmódicos, lanzaban al aire la semilla blanquecina de mi semen.

– Bien, quedamos mañana – dije-. Estaré en la puerta cuando cierres la biblioteca.

– No; en la puerta de la biblioteca no -dijo. Mejor me esperas en la taberna irlandesa que hay al otro lado del parque. ¿Sabes de cuál te hablo? No quiero que nos vean salir juntos de aquí. No es por nada, pero no quiero que esos moscones que suelen venir a hacer como que leen mientras se tocan bajo la mesa pensando en la estrechez de mi culo o en la humedad mi coño piensen que todo el monte es orégano y que yo estoy aquí para colmar las expectativas sexuales de todos los que intuyan que soy una mujer a la que le gusta follar, y mucho. Como suele decirse, no hay que mezclar el trabajo con el placer. Por eso me tengo prohibido citarme con los usuarios de la biblioteca. Contigo, sin embargo, haré una excepción. Está claro que tú eres alguien especial. Sólo alguien especial podría dudar, tras leer Historia de O, de los sentimientos de una mujer así. Yo te haré ver que los sentimientos de esa mujer pueden ser absolutamente reales. Y que la escritora los supo plasmar a la perfección.

Ni los bomberos corren tanto a la hora de apagar un incendio. Apenas tardé dos minutos en llegar a mi casa. Ni siquiera esperé a que el ascensor bajara. Subí los escalones de dos en dos hasta llegar a mi piso. Entré en él con el corazón en la boca. ¿Por qué compraría un tercero y no el entresuelo?, me pregunté mientras, ya dentro de casa y al borde del infarto, me iba quitando la ropa a zarpazos, camino del lavabo.

Me metí bajo el chorro de la ducha y dejé que éste golpeara mi nuca. Un escalofrío me recorrió entero cuando el agua fría impactó sobre mi cabeza pero ese escalofrío no bastó para reducir aquella erección que se había apoderado de mi pene. Lo abarqué con la premura de mi mano crispada y lo batí impetuosamente hasta hacerle escupir sobre la mampara de ducha cuatro ráfagas de semen que, mezcladas con el agua que lancé sobre ellas, acabaron culebreando, mampara abajo, hasta perderse por el esfínter del sumidero. Vi marcharse aquellas ráfagas camino del útero de la ciudad y pensé que, con un poco de suerte, ráfagas hermanas de aquéllas acabarían salpicando en pocas horas el pecho, la boca, las nalgas, quién sabe si el interior del culo o la vagina de la bibliotecaria. Con esa esperanza me metí en la cama, temblando de excitación y anhelos, esperando que las horas pasaran lo más rápidamente posible como si fuera un niño que, en la noche de Reyes, esperara el regalo de su vida.

(Continuará)