Una relación sexting

Como tantas veces suele suceder, todo empezó como un juego, una especie de entretenimiento con el que matar las horas mientras se estaba en otras cosas. Era divertido enviarse aquellos whatsapp que al principio fueron un poco subiditos de tono para convertirse, al final, en mensajes directamente obscenos. Que si me gustaría estar ahora a tu lado y colocarte sobre una mesa y abrirte de piernas y sentarme en una silla y ponerme un babero para no marcharme la pechera y hundir mi boca en tu vagina y sentir cómo los jugos me resbalan barbilla abajo mientras con mi lengua repaso tus labios mayores y menores, tu clítoris, tu coño entero. O que si qué pena que no estés aquí, que tengo una excitación que no veas, que ya no puedo soportarlo más, que me tengo que abrir la bragueta porque mi polla pide libertad y espacio y una boca que la abarque, la chupe, la exprima y acoja sin arcadas el estallido blanco, copioso y espeso de su orgasmo.

Los whatsapp iban y venían a cualquier hora. Vibraba el móvil en una reunión laboral, en el supermercado, cuando atravesaba la ciudad intentando mantener la paciencia entre tanto atasco y tanto semáforo estropeado, cuando estaba en el cuarto de baño masturbándose mientras contemplaba alguna de las imágenes que ella le había enviado en alguno de aquellos whatsapp incendiarios y absolutamente descarados e inequívocos.

Porque pronto las imágenes empezaron a ocupar en los whatsapp el espacio que antes habían ocupado las palabras. “Me gustaría tanto que me comieras esto”, decía uno de aquellos mensajes; e ilustrándolo aparecía la imagen de lo que debía ser comido: una vagina abierta por la acción de dos dedos que separaban sus labios y los mostraban, inflamados y húmedos, ofrecidos a la boca y los labios de quien se había declarado en más de una ocasión como un fanático del cunnilingus.

En ninguna de aquellas imágenes, sin embargo, se contemplaba el rostro de aquella mujer, un rostro desconocido que él sólo podía esbozar con los trazos temblones de la imaginación. Echaba mano ésta, para inspirarse, a la voz oída al otro lado del teléfono. Cálida, cercana, tal vez un poco barriobajera; una voz de mujer a la que le debía gustar el sexo sencillo y sin complejos; una voz de mujer que debía entregarse al disfrute del sexo sin remilgos, vergüenzas ni sentimientos de culpa. Así era la voz de ella sonando al otro lado del teléfono cuando él llamaba a la empresa en la que ella trabajaba por motivos exclusivamente profesionales: “tenéis que pasar a recoger un paquete”, “el que os dimos ayer para Sevilla no se ha entregado todavía y debía entregarse antes de las doce”, “a ver si nos enviáis un pack de bolsas, que tenemos una campaña y nos faltan bolsas de las pequeñas…”.

A base de llamadas e incidencias laborales fueron ganando confianza mutua y fueron ahondando en sus mutuas intimidades. En eso ella se mostró especialmente pionera. Fue ella quien realizó los primeros movimientos de aquel juego al hablar de las circunstancias de su vida. Al hablar de esa vida, ella exhibía su intimidad como si esa intimidad debiera ser proclamada a los cuatro vientos o como si fuese una bandera que debiera ser ondeada para dar fe de ella. O no tiene vergüenza alguna, pensó él, o tiene la necesidad vital de escuchar el relato de su propia vida en voz alta para saber que tiene una vida real que es de verdad y que está más acá de todo lo que sea capaz de imaginar.

Que esa capacidad de imaginar fuera casi inacabable fue algo que él dio por supuesto desde el principio, mucho antes de que ella empezara a describirle y proponerle con pelos y señales escenas sexuales en las que ellos se convertían en los protagonistas absolutos de una película porno en la que nada parecía estar prohibido. Una mujer a la que no le bastaban los límites de su vida. Eso debía ser ella, pensó él. ¿Cómo podía ser de otro modo una mujer que, en mitad de una conversación telefónica era capaz de proclamar “yo estaría follando todo el día; no sé cómo hay que gente que puede prescindir del sexo y quedarse tan ancha”?

Él, con absoluta sinceridad y a modo de indagación, le había dicho al escuchar aquello: “qué afortunada debe ser tu pareja”. “¿Por qué?”, le había dicho ella. “Porque una mujer así, tan activa sexualmente, es el sueño de todo hombre, ¿no?”. “De mi pareja, no. Mi pareja debe tener otras prioridades en la vida. O está cansado de mí, no sé. El caso es que últimamente me tiene un poco a dos velas. No sé si esta situación podré soportarla durante mucho tiempo”.

Él intuyó tras aquella queja un sinfín de necesidades no satisfechas y dio a aquellas palabras la categoría de inequívoca declaración de principios. En cierto modo, tras aquellas palabras debían ocultarse otras que decían: “ya lo sabes, no soy una niña tonta, conmigo no tienes que andarte con rodeos; nada de cortejos ni de memeces: pide y te será dado”.

(Continuará)