Un desengaño sexual. Última parte.

En mi respiración anidó una agitación confusa en la que convivían la excitación por lo contemplado y una mezcla indefinida de deseo y tabú que me estremecía hasta lo más hondo. Me sentí mojada y convulsa y decidí imitar a mi prima. Me quité las bragas, me abrí de piernas, puse cada una de ellas sobre uno de los reposabrazos del sillón de mimbre, cerré los ojos y, sin demora, llevé mis dedos hacia el territorio en aquel momento pantanoso de mi coño. Chapoteaban allí mis dedos trémulos de cachondez cuando una mano imperiosa los detuvo. Entreabrí los ojos enfebrecidos y vislumbré la cabeza de mi prima metida entre mis piernas. Yo hice un pequeño movimiento para ofrendarle mejor aquella carne palpitante. Ella colocó el cojín estratégicamente para que aquel majar quedara mejor ofrecido al ansia devoradora de sus labios.

La primera caricia de su lengua recorriendo de abajo a arriba la hendidura de mi vagina me hizo gemir de placer. La segunda, centrada en mi clítoris, me hizo suplicar la entrada de sus dedos en mi coño. Éstos atendieron a mi petición pero lo hicieron lentamente, sabiamente, sin prisas, maravillosamente torturadores. La lengua de Carmela, mientras tanto, seguía haciendo de las suyas por aquel apéndice inflamado y que parecía a punto de estallar que era mi clítoris. Lo lamía, dibujaban circulitos en torno suyo, lo movía hacia un lado y el otro, lo llevaba hacia las lindes del paroxismo.

Me corrí. Me corrí como si nunca lo hubiera hecho en la vida. Me corrí sintiendo cómo se contraían todos los músculos de mi cuerpo. Cuando abrí los ojos, lo primero que encontré fue la mirada nebulosa y brillante de mi prima y sus labios empapados y chispeantes. En aquellos labios refulgía el centelleo de mis secreciones más íntimas. Mi gratitud hacia aquellos labios era infinita y la mejor manera de demostrársela, la única que se me ocurrió en aquel momento, fue besarlos. Los besé hondamente mientras mis manos, autónomas, avanzaban hacia la entrepierna de mi prima, se aventuraban bajo sus bragas y encontraban aquel territorio que, de golpe y porrazo, como una iluminación, se me volvió tan exquisitamente deseable.

La fui empujando lentamente hacia mi habitación mientras mis labios y los suyos seguían inmersos en su lucha particular por demostrarse el deseo mutuo y mi mano continuaba explorando aquella humedad palpitante y ardiente que mi prima escondía bajo sus bragas. Éstas fueron lo primero que le quité cuando entramos en mi habitación. Después fue el vestido. El sujetador se lo quitó ella misma, dejando al aire dos pechos que, temblones, no tardaron en recibir el homenaje sincero y rendido de mis labios.

Me gustó cómo su cuerpo culebreaba mientras mis dientes apresaban sus pezones oscuros y duros. Me gustó la furia con la que sus manos rompieron mi vestido (“no te preocupes, ya estaba viejo”, le dije cuando comprobé el espanto que en ella causó la intensidad su propio deseo). Me gustó la crispación con que sus dedos aferraban mis cabellos mientras mi boca iniciaba una excursión, vientre abajo, hasta llegar a aquel edén perfectamente depilado por el que mi lengua resbalaba sin problemas y en el que encontré un hondo y espeso sabor a deseo femenino desbocado y en sazón. Me gustó también sentir las contracciones de aquella maravillosa carne en mi boca, su loco derretirse, su delirio. Pero me gustó, sobre todo, el tiempo que pervivió al delirio, las caricias lentas, el mimo oportuno, la mirada a los ojos, la dulzura del mutuo reconocimiento, la risa floja, tonta y compartida por el tabú vencido, la promesa tan firme como no verbalizada de repetir aquello que habíamos hecho, la reconfortante sensación de haber llegado a un puerto seguro tras una marejada…

¿Qué puedo contaros de mi vida desde entonces? Cuatro cosas. Que ya no vivo en el pueblo, por ejemplo. Lo dejé hace apenas un mes, dos meses después de lo sucedido entre Carmela y yo. Vivo en la capital. Trabajo de telefonista en una empresa de mensajería de la capital y vivo en el piso que mi prima tiene alquilado en la misma y en el que ella pasaba sus fines de semana y en el que ahora, a diario, nos recorremos una y cien veces, saboreamos nuestros sexos y los unimos para que se froten mutuamente intercambiado sus jugos y entrecruzando sus labios inflamados. Es en ese piso en el que nos llevamos en volandas hacia un lugar inalcanzable para el resto de los mortales y en el que, recluidas en nuestra propia intimidad, permanecemos ajenas a los polvos apresurados de los hombres y a su torpeza orgásmica. Sabemos que hay hombres ahí afuera que no son así, hombres que saben cómo dar a una mujer lo que ellas necesitan, hombres que saben arrancar a la garganta de una mujer su gemido más hondo y placentero, pero no tenemos ganas de buscarlos. No los necesitamos. ¿Para qué? Nos hemos encontrado y nos satisfacemos.

Nuestro encuentro lo celebramos siempre que podemos. Para hacerlo hemos ido surtiéndonos de juguetes que multiplican por diez nuestro placer. Ellos son nuestros pequeños confidentes. Confidente de nuestra felicidad es, por ejemplo, el vibrador de clítoris que me lleva hasta el éxtasis mientras la lengua de Carmela se pasea por mi coño y se afila, dura, para penetrar en él. Confidente por ejemplo el plug que llena el culo de Carmela mientras mis dedos entran en su vagina y mi lengua le lame los pezones. Confidente ese pene doble que usamos al unísono, cada una por un extremo, empujando al mismo tiempo para sentir cómo él nos penetra, gelatinoso y sabio, ariete incansable de nuestros coños. Confidente también la última adquisición, ésa que me ha llegado esta mañana a la delegación en la que trabajo. Carmela ni siquiera sabe que existe. La encontrará cuando llegue esta tarde, sobre la mesita del salón. Ella sabrá cómo utilizarla. No necesitará que yo le dé demasiadas explicaciones. Lo comprenderá cuando me mire a cuatro patas sobre el sofá con las bragas bajadas y el culo embadurnado de lubricante. Entonces ella se desnudará también y, por una vez, y atendiendo a mis súplicas, se olvidará de preámbulos. Se colocará el arnés, situará en él correctamente el dildo que lo acompaña y, sujetándome con firmeza por las caderas, me lo clavará en el culo. Y yo seré feliz. Feliz porque habré ofrendado, a quien tan feliz me hace, la última de mis virginidades.

Fin