Polvo entre compañeros
Hay lugares en los que no puede concebirse un polvo atemperado y tranquilo, uno de esos polvos que se desarrollan como acunados por un aire de ternura y que se extasían contemplándose a sí mismos. Uno puede concebir un polvo de ese tipo en una habitación de hotel, sobre una ancha y cómoda cama desde la que se contemple un amplio y claro ventanal que, al tiempo que se asoma a la extensión sin límites del mar, al sosiego de un verde valle o a la exuberancia abrumadora de las montañas, se oculta, sabio y celestino, a las miradas indiscretas de quienes siempre rondan las escenas más íntimas, ésas en las que un hombre y una mujer olvidan que existe el tiempo y el mundo y se entregan hasta el fondo a la maravillosa tarea de dar y recibir placer.
Pero una oficina no es lugar para ese tipo de polvos. Ni aunque esté vacía. Una oficina invita a un polvo apresurado y fogoso, un polvo que apenas deje sobre la mesa un pequeño rastro de sudor o una pequeña y descontrolada gotita de semen. Un polvo en una oficina es el polvo exprés por excelencia, la ración de sexo fugaz reducida a su mínima expresión.
Esto es así, sobre todo, cuando ese polvo es un polvo laboral, un polvo entre compañeros de trabajo que dejan en la bandeja de pendientes una posible mala conciencia por la infidelidad a punto de cometer (en caso de que alguno de ellos sea casado o ande emparejado) y un mucho de pudor por el qué dirá el resto de compañeros.
Y es que los compañeros siempre estarán ahí, al tanto, ojo avizor, descubriendo movimientos coincidentes, rutinas amoldadas, cómo éste que se levanta a la máquina de café al mismo tiempo que aquélla, cómo los dos que se sonríen de ordenador a ordenador, cómo salen a fumar al mismo tiempo, cómo se dirigen, con apenas un minuto de diferencia, al archivo, a los lavabos o a la sala de reuniones.
Todos los verán dirigirse a la sala de archivos disimulando con torpeza y todos intuirán lo que sucederá tras esa puerta cuando ella se cierre. Todos podrán imaginar entonces que ella buscará el rincón, justo detrás de los pasillos de estanterías, ese rincón que no se divisa desde la entrada de la sala y en el que hay una pequeña mesa sobre la que la gente acostumbra a colocar los papeles que se consultan y en el que ella ahora recostará su culo mientras se baje las bragas y se levante la falda al tiempo que abra las piernas. Todos podrán imaginar, entonces, como él se acercará ya con la bandera de su excitación izada, desabrochándose la bragueta, bajándose un poco los pantalones, colocándose el slip tres centímetros por debajo de los testículos para que sus genitales puedan atacar sin estorbo ese maravilloso territorio que lo acogerá repentinamente humedecido y cálido hasta el ardor. Todos podrán imaginar (porque pocas fabuladoras hay más grande que la envidia) que la pasión se desbordará en apenas unos minutos sobre esa mesa y que esa pasión nacerá espoleada por el hecho de saber que se estará haciendo algo prohibido y por el miedo a ser descubiertos.
A salvo de miradas
Todos los que observen las idas y venidas de la pareja podrán imaginar lo que sucederá dentro de esa sala en apenas unos minutos, pero sólo ellos sabrán la verdad de lo sucedido ahí dentro. Sólo ellos sabrán de las variaciones de sus polvos en la oficina, de cómo algunos días todo comienza y termina de la misma manera, en el mismo rincón, con ella arrodillada ante él, la boca llena de la masculinidad enhiesta de su compañero, con los ovarios doloridos por esa menstruación tan dolorosa que, mira tú por dónde, se ha presentado hoy.
Sólo ellos, fanáticos del polvo en la oficina, sabrán que, puestos a escoger, les gusta una modalidad muy particular de ese polvo fugaz. La modalidad que de verdad les excita, la que les hace temblar de impaciencia ante el ordenador antes de dar el paso de dirigirse a ese rincón de la sala de archivos, es la que ejecutan cuando ella entra y, directamente, se inclina sobre la mesa ofreciendo su popa al deseo incandescente del compañero para que, desde atrás, éste entre apresurado y llameando de excitación en su vagina y para que, tomándola por la cintura, se entregue a un ritmo casi demoníaco de entrada y salida de ese territorio succionador y húmedo que se ha convertido en su obsesión desde que sale de casa para ir al trabajo (o incluso desde algo antes).
Sólo ellos, exaltados y fervientes amantes del polvo en la oficina, sabrán que esta postura siempre plantea una tentación y que esa tentación un día no podrá ser vencida. Cuando ese día llegue, él, lejos de escoger el canal natural que en la mujer existe para posibilitar y garantizar la función reproductora, escogerá aquél que, común a hombres y mujeres, destaca por su estrechez y su falta de lubricación natural.
No sería éste, seguramente, el canal más idóneo para echar un polvo fugaz y oficinista. El sexo anal exige siempre una limpieza y unas medidas higiénicas que no son compatibles con el apresuramiento del sexo fugaz en la oficina, pero la pasión propia de un polvo de este tipo puede hacer perder de vista lo que resulta conveniente y lo que no. Cuando el deseo aprieta de verdad y la testosterona nos nubla el entendimiento, nuestro comportamiento se vuelve imprudente y alocado, terriblemente animal. Algo así como si nos volviéramos potros salvajes: eso sucede cuando el deseo se apodera de nosotros. Después de todo, el sexo fugaz es, como bien sabemos, el territorio del deseo desbocado. Y al deseo desbocado, ¿quién le pone las riendas, ni siquiera en la oficina? Eso sí, si un día os entregáis a una de estas fugaces sesiones de sexo en la oficina cuando acabéis, intentad dejar una ventana un poco abierta. Que corra el aire. Que el aire se lleve esos inconfundibles efluvios que el sexo acabado de realizar deja en el ambiente. Otro consejo que deberéis tener en cuenta será el de recomponer convenientemente vuestro aspecto. Revisad las marcas de carmín, que éste no se haya corrido y que todo esté bien colocado. Por supuesto, no dejéis una mancha de semen demasiado evidente. Dónde acabe éste no importa demasiado siempre que no sea, claro, en alguno de los documentos del archivo, en las cortinas o sobre la mesa sobre la que os habéis entregados a vuestros divertidos y excitantes juegos. Una cosa es que los compañeros sospeches y otra lo es que confirmen.