El cansancio del sexo virtual

Quizás había sido aquella misma declaración de principios la que le había animado a romper su propia coraza y a empezar a expresar en voz alta (tan alta y clara como puede llegar a ser un mensaje escrito o enviado por móvil) sus aficiones sexuales más ocultas, aquéllas que nunca se había confesado ni a sí mismo: “me gustaría mucho que me la chuparas mientras me metes un dedo en el culo”, “quiero que te metas mis huevos en la boca y los saborees como si fueran dos caramelitos de menta”, “he soñado que te tenía a cuatro patas y que te separaba las nalgas y que hundía mi lengua entre ellas y que te lubricaba el ano a base de lengüetazos y que después me colocaba detrás de ti y, de un empujón, te clavaba la polla hasta lo más hondo del culo”.

Y para que ella conociera la magnitud de la oferta que él le estaba haciendo se levantaba, iba al lavabo, se bajaba los pantalones y fotografiaba su pene erecto. Buscaba entonces la perspectiva que más lo favoreciera, un punto de vista que permitiera mostrar la nervadura de sus venas hinchadas y el brillo acerado de su prepucio inflamado. Había llegado, incluso, a grabar pequeños vídeos en los que podía observarse cómo su propia mano acariciaba aquel pedazo de carne y lo masturbaba, subiendo y bajando, acariciando la punta, llenándola de saliva para que los dedos corrieran más fácilmente sobre aquella superficie excitable y excitada en la que un día, incluso, llegó a aparecer, pese a todos sus esfuerzos porque así no fuera, una gotita de semen que él mismo, cegado de deseo, recogió con la punta de un dedo y llevó a sus propios labios mientras pensaba en los labios de ella y en cómo aquellos labios podrían un buen día demorarse, en un cuarto de hotel, en libar aquel néctar.

Fue entonces, llegado a aquel punto de deseo in crescendo, cuando él decidió que aquel juego que venían practicando desde hacía ya demasiado tiempo debía dar un paso adelante. La virtualidad ya no bastaba para saciar el deseo y la excitación que aquellos whatsapp despertaban. Ya no bastaba con el hecho de masturbarse contemplando una foto recibida por mucho que esa foto fuera de lo más sugerente y prometedora: un vibrador violeta introducido en las humedades de una vagina rodeada por una provocativa y casi decimonónica mata de pelo; un culo que, en pompa, parecía exigir la más fiera de las sodomías; dos pechos exuberantes que parecían estar esperando una copiosa y espesa lluvia de semen… No; eso ya no bastaba. Eso, después de todo, podía encontrarse en cualquier publicación porno comprada medio a escondidas en un quiosco del barrio. Bastaba con clicar la pausa de cualquier reproducción de vídeo colgado en internet para dejar, en la pantalla del ordenador, una imagen como la que ella le mostraba en aquellos mensajes enviados ya casi de una manera funcionarial porque excitarse mutuamente se había convertido para ellos en algo tan normal y cotidiano como acercarse a la máquina a sacar un café o revisar la lista de spams por si en ella había quedado atrapado algún mensaje importante.

“Tenemos que quedar algún día”, le dijo él. “Estaría bien que algún día quedáramos en algún sitio e hiciéramos realidad algunas de las cosas que nos hemos prometido”.

Fue entonces, a partir de aquel momento, cuando en los mensajes de ella empezaron a tintinear unas dudas que, pese a estar salpicadas de tanto en tanto por pequeñas notas de deseo y breves apuntes pornográficos, tenían un aspecto muy semejante al de las excusas: “trabajo hasta muy tarde”, “apenas tengo tiempo libre”, “mi pareja es muy celosa, me tiene muy controlada, sabe que necesito más y eso le hace sospechar de cualquier paso que doy más allá de las paredes de nuestra casa…” Pero enseguida, como si se arrepintiera de haber lanzado sobre aquella extraña relación que mantenían aquel jarro de agua fría, ella misma volvía a dejar abierta la puerta de la posibilidad de quedar: “aunque, si te he de ser sincera, me apetece mucho conocerte en persona, quedar, ver hasta dónde llegan nuestros cuerpos a la hora de darse placer…”. Y dejaba en el aire un “a ver si un día cuadran los horarios…” que volvía a poner en el pene de él la erección festiva y desenfadada de la esperanza.

Pero los horarios no cuadraban. Siempre había algo que, a última hora, echaba por tierra los planes y arruinaba las esperanzas de encontrarse.

Él se hizo entonces el firme propósito de poner distancias respecto a aquella mujer que ofrecía sin dar y a la que parecía bastarle aquella especie de sexualidad virtual que, zambulléndose en los mares agitados de los deseos más íntimos, huía de la peligrosa adicción que pueden llegar a generar las pieles que se rozan.

Era necesario alejarse de aquel juego que ya sólo le provocaba un sentimiento excesivamente cercano a la rabia y al rencor. Cuando pensaba en ella, la de calientapollas era una palabra que acudía a su memoria en más de una ocasión, pero quería guardarla para sí. Es más: debía guardarla. No podía ser pronunciada. No podía ser escrita. Después de todo, ambos debían mantener las formas. Ambos trabajaban en empresas que mantenían un contacto profesional a diario. Eso sí: procuró que un compañero se encargara de los contactos profesionales con la empresa en la que trabajaba ella y dejó de enviar aquellos whatsapps cargados de picardía, erotismo y provocación con los que se solían dar los buenos días y las buenas noches.

Ella, por su parte, también se refugió en el mutismo. Los whatsapps cesaron y la horas que antes habían dedicado a soñar y escribir los textos más excitantes y ardientes (“ojalá te metieras ahora mismo en la ducha conmigo, no sabes cómo me gustaría sentirte pegado a mi espalda, sobando mis tetas mientras muerdes mi cuello y refriegas tu polla gorda y tiesa sobre mi culo y me doblas hacia delante y haces que apoye mi frente en las baldosas de la pared mientras me separas las nalgas y colocas tu polla justo sobre la abertura de mi coño y la paseas por allí, acariciando la raja enrojecida sin decidirte a entrar pero poniéndolo bien a tono, volviéndolo loco, hinchándolo de cachondez mientras haces que de él vayan fluyendo todos los licores que mis entrañas en ebullición son capaces de producir y que salen al exterior, copiosos, para mezclarse con esa agua que no cesa de caer desde la alcachofa de la ducha y que se los lleva sumidero abajo para dejar en las tuberías el rastro salino de mi placer, el fuego de mi deseo, todas estas ganas que tengo de tener tu polla dentro de mi culo, de mi coño o de mi boca, vertiendo indomable la catarata de tu semen, tu lefa ardiente de lava y miel, el jugo siempre sabroso de tus pelotas”), esas horas, las dedicaban ahora a mirar de manera ritual y casi obsesiva la pantalla del móvil mientras ambos esperaban a que fuese el otro quien al final no pudiera resistir a la tentación de volver a tender esos puentes que los devolviera al tiempo de los whatsapps cruzados e incendiados, obscenos y tentadores.

Hasta que él ya no pudo soportar aquel silencio…

(Continuará)