Un desengaño sexual. Primera parte.
El error más grande que he cometido en mi vida (y he cometido bastantes) fue creer a Jorge cuando me dijo que me iba a borrar a pollazos todas las arrugas del coño. Cuando descubrí que aquella frase no era suya sino que había salido de un libro de Henry Miller, ya era tarde: hacía más de seis meses que Jorge se había convertido en mi marido y mi coño estaba ya hasta el mismísimo clítoris de sus torpes embestidas y de sus eyaculaciones precoces.
Todo eso no habría pasado si yo no hubiera sido durante tantos años una chica de pueblo, obediente, y no me hubiera tragado todo aquel cuento de lo bonito y lo entrañable y lo simbólico que es llegar virgen al matrimonio. Seguramente quien inventó ese cuento de la virginidad y el matrimonio fue algún solterón contrahecho y amorfo o, peor aún, algún monje rijoso que, en la soledad de su celda de monasterio, se la debía pelar como los monos. En cualquier caso, tanto si lo inventó un contrahecho como si lo inventó un monje, si ese cuento no hubiera cundido y, en el pueblo y en la familia en el que yo nací, el ambiente no hubiera empujado al mantenimiento a machamartillo de la puta virginidad, yo, antes de dar el paso de pasar por el altar, hubiese comprobado si era verdad aquello que aquel fanfarrón prometía. Es decir: me lo habría llevado a algún rincón retirado y, una vez allí, me habría abierto bien abierta de piernas para comprobar si la promesa de alisar mis pliegues vaginales con su pene era una promesa con fundamento o, por el contrario, se trataba de una simple fanfarronada de gallito follador.
El caso es que en aquel momento yo no tenía esa experiencia sexual previa. Seguramente fue un poco por eso y otro poco porque a Jorge no le faltaban palabras para engatusarte (lo que a Jorge le falta de habilidad con la polla lo tiene de lecturas y de labia, el muy cabrón) y porque por aquel entonces los dos debíamos andar ya hartos de tanta masturbación a escondidas, de tanto magreo y tanta felación y de tanto cunnilingus a las afueras del pueblo, por lo que, puesta en la tesitura de tomar una decisión, le dije que sí a su propuesta de casarnos. Y se lo dije (nunca me cansaré de lamentarlo) con la misma determinación con la que tantas veces le había dicho que no cuando, por los huertos de las afueras del pueblo, él separaba mis rodillas con las suyas y acercaba su polla a aquel terreno en el que, al decir de las viejas voces de la tradición y de la religión de mi pueblo, debía jugarse la eliminatoria de mi honra.
Aquellos noes que yo le daba a Jorge cuando quería penetrarme vaginalmente me salían de la garganta con el desgarro de lo que sale a regañadientes, sin ganas, desprovisto de sinceridad.
Después de todo, nada deseaba yo más en el mundo cuando pronunciaba aquellos noes que sentir cómo la carne dura de su cipote derribaba de una vez por todas y con todas sus fuerzas aquel muro fibro-elástico en el que me habían maleducado a depositar mi valía como mujer.
Después de cada una de aquellas noches en las que Jorge y yo nos perdíamos entre las sombras de los huertos para dar rienda casi suelta a nuestros deseos, me iba a casa con el calor de sus caricias y en la oscuridad de mi habitación metía mi mano bajo mis bragas y, con la punta de los dedos, me acariciaba el coño. Me gustaba sentir su cremosidad de fuego, su pálpito, la inflamación de mi clítoris, el estremecimiento que hacía temblar sus labios cuando aquellas oleadas de placer se apoderaban de mí obligándome a apretar las piernas aprisionando con ellas mi mano, que quedaba allí, atrapada por aquel horno ardiente en que se convertía mi coño, sintiendo el roce agreste y pelirrojo de mi vello púbico y la humedad copiosa y salina de mis más íntimos humores.
(Continuará)