El alumno favorito

Me pasa cada año y en cada curso. Siempre hay un alumno que, por un motivo u otro, se convierte en mi favorito y es a él al que parezco dedicar cada una de mis clases pues mi mirada apenas puede apartarse de su rostro mientras desgrano alguno de los puntos del temario del curso.

Ése es el precio que tengo que pagar íntimamente por ser maestra y, al mismo tiempo, bastante ninfómana y muy memoriosa: el de acabar encontrando tarde o temprano en alguno de mis alumnos un rasgo físico que me hace recordar a alguno de mis innumerables amantes. En algunos de esos alumnos encuentro la forma de unos labios; en otros, una determinada mueca al sonreír; en los menos, el descaro sucio y provocativo de esa forma de mirar que acaban teniendo algunos hombres y que es, más que una mirada, una forma de evaluación, una manera de hacerse cábalas mientras hablan contigo sobre si la chupas bien o mal, sobre si dejarías que se te corrieran en la boca o si, puesta a cuatro patas, no te importaría ni lo más mínimo el agujero que ellos escogieran en ese preciso instante para clavar su pene.

Mi psicólogo dice que esa tendencia a asociar los rasgos de cualquiera de mis alumnos con la de alguno de los hombres que alguna vez pasó por mi cama me impide pasar página de manera definitiva de un pasado que, según él, me ha dejado herida y ha lastrado en mí toda posibilidad de alcanzar en un futuro más o menos próximo eso que él llama estabilidad emocional y que yo llamo, simple y llanamente, la muerte en vida o, lo que es lo mismo, vivir con el coño adormecido y lleno de telarañas, entregado a la modorra de la resignación y el retiro, reseco y yerto.

Creo sinceramente que mi psicólogo demuestra no saber demasiado bien quien soy al afirmar todo eso de que las pollas que un día me comí se han convertido en una especie de lastre para mi vida. En cierto modo, para él sigo siendo aún la misma extraña que se tumbó por vez primera en su diván hace ya cuatro años, aquella tarde de otoño en que acudí a su consulta rota de amor y con la autoestima por los suelos.

Ahora que han transcurrido ya esos cuatro años y me puedo considerar curada, no me atrevería a afirmar que fue mi psicólogo quien me rescató de aquel infierno en el que entonces me hallaba sumida. Sinceramente, y para hacer justicia a la verdad, creo que fue la vida quien se encargó de hacerlo. El simple paso del tiempo, más que la tarea o la sabiduría de mi psicólogo, fue lo que acabó haciendo cicatrizar aquella herida que había de dejar en mi alma uno de esos costurones que siempre están ahí pero que sólo escuecen de manera significativa cuando llegan los días de lluvia, esos días grises que, a la gente de tendencia soñadora como yo, suelen sumirnos en una deslavazada y blanda melancolía.

Luto por una verga

Si relativizo la eficacia de mi psicólogo a la hora de tratar aquella angustia mía que me llevó a su diván es porque soy de ese tipo de personas que creen que la naturaleza siempre acaba por imponer su ley y sé positivamente que en mi naturaleza hay algo que no tiene vuelta de hoja, y ese algo es que mi coño, para bien o para mal, no ha sido creado para guardar un luto demasiado largo a un cipote por mucho que ese cipote me gustara en su momento, por mucho que lo hubiera convertido en el centro de mi vida, por mucho que me hubiera dejado exhausta de orgasmos, saciada y resaciada, y por mucho que aún hoy, cuatro años después, sienta todavía cómo el coño se me humedece e inflama al pensar en las venas hinchadas de aquel pollón y en el color amoratado de su glande ni por mucho que intuya que nunca más en mi vida voy a encontrar un cipote como aquél ni nunca mi lengua va a saborear una lefa tan rica como aquélla que, a borbotones, salía de la punta de aquel rabo que parecía hecho de mármol y que me había enseñado hasta qué punto una mujer puede quedarse ronca por gritar de placer. No: definitivamente mi coño no ha nacido para guardar luto eterno a una polla por mucho que me haya dolido (y, en cierto modo, aún me duela) que aquel cipotón inolvidable decidiera un día echarse a volar en busca de otros coños en los que saciar sus inagotables ansias.

Es decir: que el luto por aquella verga insaciable e incansable duró lo que había de durar, ni un minuto más ni un minuto menos. Transcurrido ese tiempo, yo bien podría haber rechazado los servicios de mi psicólogo. ¿Que por qué no lo hice? La respuesta es muy sencilla: porque soy una mujer de rutinas y, además, extremadamente supersticiosa. Siempre he pensado que la ruptura de una rutina, por tonta que sea, puede convertirse con inaudita sencillez en el desencadenante de una serie de pequeñas modificaciones que, siendo nimias en apariencia, pueden acabar conduciendo tarde o temprano a una catástrofe de proporciones bíblicas. No sé dónde se dice que un día empezó a aletear la mariposa ni dónde se cuenta que, a consecuencia de ese leve aleteo, se desató el ciclón, pero esa teoría, la de la mariposa y el ciclón, la creo a pies juntillas. Por eso y sólo por eso, por mera superstición, sigo yendo a la consulta con mi psicólogo cada quince días. Por eso soporto que él, con insensata insistencia, cometa la estupidez de calificar de lastre para mi vida la larga sucesión de penes que han pasado por mi boca, mi coño y, por supuesto, mi culo, desde que, con quince añitos recién cumplidos, me inicié en los placeres del sexo.

El recuerdo del primo E

Fue a esa edad, en una tarde de verano y en un cuarto del chalet de mis tíos, cuando saboreé por primera vez una buena polla. Esa polla iniciática, el cimbrel con el que me estrené, la pija que quebró la impoluta entereza de mi himen, la minga que se aflojó poco a poco tras correrse en mi boca, el badajo que horadó por vez primera mi culo retozón y sandunguero, fue el vergón nada despreciable de mi primo E. Su recuerdo (y el de todo el placer que E me proporcionó con su polla cinco estrellas y con su serpenteante y hábil lengua, aquella lengua maravillosa y atrevida que sabía cómo lamer y relamer mi coño hasta sorber de él hasta la última gota de sus jugos) aún me acompaña en estos días en los que, sobrepasada por la magnitud de mi último descubrimiento estudiantil (los ojos grises y acerados de R, uno de mis estudiantes) y perpetuamente humedecida por los recuerdos a los que esos ojos me remiten, hago recuento de algunas de las más gratificantes experiencias sexuales de las que he disfrutado a lo largo de mi vida para, de ese modo, intentar comprender mejor todo este sofoco y todo este ardor que, como un cáncer invasivo, se ha apoderado de mi chirla en estos últimos tiempos y que me tiene a todas horas cachonda como una perra y chorreante de flujos por mucho que intento aplacar su ardor introduciendo en ella los mejores vibradores encontrados en el mercado, mis dedos ansiosos y trémulos y, por descontado, alguna que otra polla que se me ponga a tiro, entre ellas, y eso es algo de lo que estoy segura que tarde o temprano tendré que arrepentirme, la de ese condenado R al que he desvirgado y convertido en una especie de esclavo sexual que, ante la fogosidad descarriada y pederasta de su profesora y temeroso de que una desobediencia por su parte pueda influir en su expediente académico, tuvo en su momento que esforzarse al máximo en aprender a marchas forzadas a controlar su eyaculación, a morder mis pezones y mi clítoris, a agarrarme por el pelo mientras se la chupo y a lubricar bien mi culo antes de hundirme hasta la bola su nada despreciable estoque festoneado de venas reventonas.

A veces, mientras lo siento jadear en mi nuca, mientras noto sus manos aferrándose a mis caderas como a una tabla de salvación mientras entra y sale de mi coño o de mi culo, mientras contemplo su rostro sudoroso y casi desvanecido reflejado en el espejo, mientras saboreo la dulce leche que su rabo ha dejado en mis labios o lo siento saborear los jugos inacabables de mi almeja, pienso en todo lo que se me vendría encima si se conociera esta historia indecente y reprobable, esta pederastia desbocada e insaciable, esta locura desgreñada y sin freno.

Imagino la denuncia, la vergüenza pública, el juicio, los insultos, los artículos morbosos, el fin de la vida tal y como la he concebido hasta ahora. Después de todo, por gusto que me dé, por bien que me folle (R ya no es aquel pajarillo asustado de la primera vez que sintió mi mano palpando sus genitales, sino, créanlo, un auténtico y magnífico amante, un follador cinco estrellas), R sólo es un adolescente, un alumno, alguien que acude a mis clases para aprender las características del orden jónico o el nombre de los principales pintores del Renacimiento y no para conocer y mejorar la técnica del cunnilingus o para aprender hasta qué punto una mujer puede gemir de placer cuando una polla entra y sale, con el ritmo adecuado y la fuerza justa, de lo más profundo de su culo.

Y es que R sólo tiene dieciséis años, uno más de los que yo tenía cuando el primo E me puso mirando para Cuenca y, con un golpe de riñones, metió su polla por primera vez en la acogedora y húmeda sima de mi coño descubriéndome de golpe todo un universo de placeres.

Continuará