Hasta que él ya no pudo soportar aquel silencio. Aquellos whatsapps, en cierto modo, le habían devuelto al tiempo del imperio de una libido que ya creía perdida. Los sueños eróticos más incendiarios volvían a poblar sus noches y su despertar siempre le planteaba el dilema de si empezar el día marcándose una paja o no. La duda solía resolverse de manera afirmativa.

A veces, en un último intento de escapar a la condena del desahogo solitario, buscaba el roce de la piel de su pareja, el calor de aquel cuerpo que tan bien conocía y que tantas veces le había llevado hasta las fronteras mismas del delirio. Pero aquel cuerpo que tanto había deseado apenas respondía con un mohín de fastidio y con una media sonrisa conmiserativa. Ahora no, cariño; acostumbraba a decirle ella; mejor en otro momento, el niño está a punto de despertar. Nada que sea nuevo en el mundo. Nada que no sea comprensible. Nada que la mayor parte de los matrimonios no haya experimentado alguna vez. Demasiada rutina acumulada. Demasiado despertar a media noche para atender el llanto de ese pequeño ser que de pronto concentra todas sus atenciones y que parece alzarse entre los dos como un pequeño tirano que lo ordenara todo desde el territorio privilegiado de su cuna.

Fue así como tomó la costumbre de levantarse media hora antes que su pareja. Se metía entonces en el lavabo, tomaba el aceite corporal con el que solían masajear a su hijo tras la ducha, mojaba su mano derecha con él y, de pie, mirándose al espejo, maravillado ante la rotundidad de su propia erección, comenzaba a masturbarse lenta y calmadamente como si tuviera todo el tiempo del mundo y como si aquel momento de autoplacer estuviera preso dentro de una burbuja que se mantuviera a salvo de todos los embates del tiempo. El tacto resbaladizo de su propia mano le hacía soñar entonces con la boca hábil de aquella mujer tan cercana como desconocida, con su lengua juguetona y húmeda y con la saliva ardiente y lubricante que ella un día, tal y como había dicho y prometido en tantos whatsapps, colocaría con los labios sobre la punta de su polla, en aquel territorio brillante y encarnado que se inflaba de excitación instantes antes de lanzar sobre el cuenco de porcelana del lavamanos la ráfaga tórrida y lechosa de su corrida.

Fue entonces cuando empezó a buscar nuevas maneras de masturbarse. Y nuevos lugares. Se sintió de repente como si hubiera regresado al tiempo insaciable de la adolescencia. Se empezó a masturbar en los lavabos de los centros comerciales, en el trabajo, en el coche, dentro del parking. Incluso volvió a masturbarse en el lavabo de casa de sus padres cuando iba a visitarles. ¿Cuántas veces no se la había meneado años atrás sentado en aquella taza? ¿Cuántos metros de papel higiénico no habría gastado borrando las huellas que el semen eyaculado dejaba sobre su vientre o sobre su camiseta mal arremangada y sorprendida por el ímpetu de aquel orgasmo juvenil y poderoso?

Ahora volvía de nuevo a experimentar aquella sensación extraña de estar con los pantalones y los calzoncillos por los tobillos mientras al otro lado de la puerta sonaban los pasos de sus padres y su mano, apresurada y sabiamente entrenada por la costumbre, domaba la erección de aquella polla que clamaba al cielo por un encuentro, por un solo encuentro con aquella mujer que, gracias a la intensa sexualidad que se desprendía de sus whatsapps, podía fácilmente imaginarse como el mejor ejemplar de mujer ninfómana que un hombre podía encontrar.

Y el encuentro llegó. Escogieron para citarse una habitación por horas de un love hotel situado cerca de donde ella trabajaba. En la página web de aquel love hotel que habían escogido para vivir su cita se hablaba de un rincón en el que manifestarse el amor, el sexo, la lujuria, el romanticismo y la pasión. Les ofrecían jacuzzi y discreción, cama semirredonda y algunos servicios extras. Les hizo gracia que, entre dichos servicios, se ofreciera la posibilidad de contemplar una película para adultos. “No la necesitaremos”, se dijeron. “Bastará con nuestra imaginación para dar a los cuerpos su justa temperatura. Al fin y al cabo, ellos están deseando devorarse”. Y aferrados a esa fe decidieron quedar un jueves al mediodía, a la hora de la comida.

Se dijeron que las del mediodía eran las horas de los infieles. Cualquier otra hora de la jornada exigiría más explicaciones, alguna excusa, un hábil ejercicio de imaginación para con la pareja. Y ellos no querían emplear la imaginación en esfuerzos vanos. Sólo querían usarla para esbozar previamente sobre el lienzo en blanco de sus fantasías un garabato que reprodujera todas las posturas que sus cuerpos pudieran rubricar sobre las sábanas de una cama de una habitación por horas.

Los primeros minutos de su encuentro fueron de nerviosismo, de risa tonta, de observarse un poco como de refilón, un poco como si ambos tuvieran la sensación de que una mirada frontal y franca pudiera ser más obscena o incómoda que cualquiera de todos aquellos whatsapps que se habían enviado durante los meses anteriores.

Allí, cara a cara, sentados en una mesa de un pequeño bar situado junto al love hotel en que habían quedado, el querer comprobar qué tono exacto de marrón tenían los ojos de ella parecía más osado que el escribir “estoy deseando quedar contigo para perforarte el culo”. Resultaba más fácil imaginar y enviar por whatsapp una frase del tipo “hundiré mis dedos en tu coño mientras con mi lengua te acaricio el clítoris” que adivinar en qué momento exacto debía decirle “venga, va, subamos a la habitación”; más sencillo teclear en el Smartphone “colocaré tu polla entre mis tetas y la masajearé lentamente mientras con la punta de la lengua te voy lamiendo el capullo hasta que no puedas más y me salpiques los labios con tu leche buenísima” que saber cuándo ella, llegados a la habitación, debía llevar su mano hasta el paquete de él para calibrar la intensidad de su deseo y sentir por fin el palpitar bajo los pantalones de aquella polla que tantas veces había mirado fotografiada en la pantalla de su móvil mientras, encerrada en el lavabo, alejada de la presencia obsesiva de su pareja, saciaba las exigencias de sus ansias hundiéndose los dedos en el coño humedecido para marcarse aquel ritmo de caricias que sólo ella conocía y al que le bastaban apenas un par de minutos para conseguir su objetivo: llevar desde todos los puntos de su cuerpo a su entrepierna aquella especie de corriente eléctrica que la recorría entera y le hacía cerrar los muslos y apretarlos mucho como si con ello intentara cumplir dos objetivos: el de no ser desmadejada por aquella oleada de placer que le hacía tomar conciencia de su cuerpo como nunca antes lo había hecho y el de intentar evitar que aquel placer dulcísimo y ardiente, subyugador y luminoso, pudiera marchar de él.

Y ahora el placer, aquel placer intenso y nunca experimentado, era, al fin, una incógnita que les estaba esperando detrás de aquella puerta…

(Continuará)