La boca de Cleopatra. Continuación y final
Cleopatra, que había empezado a desesperarse, siente que en esa polla hay un pálpito que quiere hacerse fuego; que hay en ella un latido que quiere empezar a inflamar el entramado de venas que se adivinan en su lisa superficie, brillante de saliva. Es la lengua de la reina, horadando el culo de César, introduciéndose en él, dejando en sus rincones la baba de su deseo, la que está consiguiendo finalmente lo que parecía imposible: que el rabo de César vaya despertando de su modorra para adquirir un aspecto, si no imperial, si al menos no indigno de un soldado romano que se precie de serlo.
Pero esa lengua que parece estar a punto de conseguir lo que parecía un milagro no se conforma con pasearse por el esfínter del dictador. Esa lengua quiere polla. Esa lengua quiere lamer el tronco endurecido de un cipote desafiante e inhiesto. Por eso abandona ese círculo de sensibilidades extremas y, avanzando por el terreno boscoso del perineo, alcanza de nuevo las redondeces inflamadas de los testículos de Julio César, que empieza a sentir cómo el ánimo que hace unos instantes empezaba a incendiar sus genitales vuelve, poco a poco, a apagarse.
Lo nota también Cleopatra, pero esta vez no se deja vencer por el desánimo y, lamiéndose los dedos, los lleva rápidamente hacia ese agujero que su lengua ha abandonado hace apenas unos momentos. Con la punta de los mismos acaricia lentamente las zonas aledañas, el perineo, los bordes de ese precipicio que ella ha dejado repleto de saliva y por el que se precipita, resbaladizo y decidido, un dedo de la reina. Siente ésta cómo su dedo es bien recibido allá e introduce de inmediato otro.
La entrada de este segundo dedo en el culo de César despierta dentro de sus genitales el flujo adormecido de su sangre. Cleopatra siente como la polla del romano empieza a levantarse reclamando un lugar en la historia. Esa polla amoratada también parece tener algo que decir. Por eso se endurece y se eleva. Por eso muestra el cárdeno de su prepucio inflamado. Por eso se hincha y engorda dentro de la boca de la reina, que la succiona y lame, que la repasa, que la acoge glotona intentando que la punta de la misma le llegue a la campanilla mientras sus dedos dibujan circulitos dentro del culo de César.
Pero César coge la mano de Cleopatra, la mano que está horadando su retaguardia, la que, metida dentro de su culo, está jugueteando sabiamente con su próstata, y Cleopatra siente como si toda la ira del macho herido fuera a caer sobre ella. Ella sabe que César ha penetrado, en sus noches de pasión, el culo de más de un efebo. Cleopatra sabe que esa polla que ahora mismo está mamando se ha vertido más de una vez entre las nalgas de algún sirviente barbilampiño y ambiguo. Pero a Cleopatra no le consta que César haya recibido nunca en su retaguardia el ímpetu penetrador de un buen cipote. Por eso teme haberse saltado un límite inquebrantable. Por eso teme la ira del dictador.
Pero la mano del dictador no es una mano airada. La mano del dictador es una mano que pide más. Por eso la mano del romano coge la mano de la egipcia e, impidiendo que los dedos de la misma escapen de su ano, la maneja como si fuera un consolador. La obliga a entrar y salir de su culo, a penetrarlo más profundamente, a incrementar el ritmo.
Cleopatra sonreiría si pudiera. Pero ahora ni puede ni quiere. Si lo hiciera, tendría que dejar que de su boca escapase ese maravilloso pedazo de carne con venas que ahora mismo le infla los carrillos. La lame ella con el orgullo de la felatriz que ha superado un reto pero también con el deseo incendiado de una mujer cachonda. Nota en su boca (ahora sí) todo el esplendor imperial del falo de Julio César y, al notarlo, no puede evitar que los labios de su vagina empiecen a empaparse con los flujos que van manando de su coño.
Cuánto le gustaría que ahora mismo, detrás suyo, se colocara alguno de sus esclavos abisinios, esos negros dotados de unas pollas descomunales que viven en un rincón del palacio y que sólo están allí para esperar la llamada de la reina en celo. Ella les ofrecería entonces, sin cesar de lamer y devorar los cojones y la polla de César, la ofrenda carnal y deliciosa de su grupa; y el abisinio escogido para el caso la penetraría sin contemplaciones, la partiría en dos, hundiría hasta la empuñadura, dentro de su coño, su puñal de carne y ébano.
Pero Cleopatra piensa que seguramente César no se prestaría a esa irrupción en su intimidad, y, mientras hunde rítmicamente sus dedos en el culo del romano, mientras lo penetra y lame, se resigna a conformarse con sentir cómo sus propios flujos le escurren piernas abajo, incontenibles y ardientes como lava de volcán, y reza a sus dioses para pedir que, de una vez por todas, los gemidos de Julio César se conviertan en lo que al fin se convierten: un flujo blanquinoso y espeso de semen que llena la boca de la reina, que escapa por la comisura de sus labios, que le corre por las encías, que le baja garganta abajo, que la nutre y la redime, que la hace feliz.
Pero ahora es el romano quien quiere más. Ahora es él el que no tiene bastante. Ahora es él el que intuye que la reina tampoco. Y es por eso que, excitado más allá del delirio por los efectos de la sodomía que los dedos de la reina ha ejecutado en su culo y por la soberbia mamada que ella le ha hecho (nunca le había excitado tanto que una mujer tragara toda su lechada), se coloca tras Cleopatra, le arranca la túnica de un manotazo, la obliga a permanecer a cuatro patas y hunde su rostro en su culo.
Ahora es César quien lame el agujero más secreto de Cleopatra. Es él quien ahora hunde su lengua en los pliegues del esfínter real. Es él quien ahora mete el dedo en el sensible agujero mientras su lengua se aventura entre esos labios que la reciben empapados e inflamados, sensibles a cada lengüetazo, suplicantes por sentir de una vez lo que desde hace rato vienen suplicando.
Y el momento llega. César, agarrándola por la cintura, coloca a Cleopatra en posición, separa sus nalgas, orienta la punta de su polla hacia la entrada del húmedo túnel y, de un empujón imperial de sus riñones, se la clava hasta el fondo mientras, apoyándose con una mano en su grupa, introduce su pulgar en el culo de Cleopatra que, enloquecida de placer, con la boca pringosa de semen y sabia como pocas en la cama, cruza sus piernas sin dejar que la polla del romano escape de ella para, así, estrechar el cubículo en el que ese rabo incendiado de deseo entra y sale sin descanso.
El rugido del romano retumba en el palacio cuando su rabo estalla. Cleopatra siente, de repente, cómo una marea de fuego le inunda el coño. ¡Qué pena desperdiciar esa leche!, piensa; pero se consuela concentrándose en todo el placer que ha recibido. César se retira entonces de ella y, como si hubiera leído el pensamiento de la egipcia, acerca su pene palpitante y dolorido a la boca de Cleopatra.
Quedan en la punta de ese falo restos de lefa que ella va retirando cuidadosamente con la lengua. Le gusta sentir cómo ahí, en la punta de esa polla, el sabor del semen del romano se ha mezclado con el sabor marino de su coño. Le gusta reconocer el sabor de su coño en ese rabo, sí. Por eso, en otras ocasiones, cuando se masturba con alguno de sus consoladores, al acabar, mientras se recupera del delirio del orgasmo encontrando el aliento perdido, chupetea y lame su consolador, reconociendo en él ese sabor salino que, de poder, ella misma saborearía doblándose sobre sí misma y alcanzándose, con su propia lengua, la hendidura empapada de su coño. Por eso la reina Cleopatra, en busca de ese sabor, besa el cipote palpitante de César, reverencial y agradecida, en la noche de Alejandría, reconciliada con él, sabedora quizás de que esa polla que ahora descansa a la espera del próximo asalto le dará, dentro de algunos meses, el primero de sus hijos. Para cuando ese momento llegue, el semen de César se habrá vertido infinitas veces sobre su pecho, sobre su vientre, sobre su rostro, sobre su espalda, sobre sus nalgas… O en la profundidad sabia y ardiente de su boca; la boca de la real y divina Cleopatra.