La candidata (Capítulo 1)

Que Carolina Marín era la mujer más sexi del Partido era algo que nadie ponía en duda. Sus pezones insinuándose bajo camisetas y blusas, aquellos labios carnosos que parecían diseñados y hechos para ejecutar las mejores mamadas y el vaivén cachondo y sensual de sus caderas cuando avanzaba por los pasillos de la sede central o cuando, en algún congreso, se dirigía al estrado para realizar su discurso, no admitían competencia.

Que el resto de compañeras no le tuvieran en cuenta la supremacía erótico-sensual y pasaran por alto la posibilidad de despellejarla viva se debía a la combinación inusual de dos factores. Uno: Carolina Marín era, por encima de todo, una buena compañera, una tía competente en lo suyo y una de las grandes cabezas del Partido. Esto, siendo una virtud, podría haberse convertido en un motivo más para que las compis la odiaran a muerte, pero el factor dos pesaba mucho para hacerle perdonar tanto su implacable dialéctica en los debates como el vértigo paradisíaco y carnal de su escote. Y ese factor dos radicaba en el hecho de que Carolina Marín la Deseada, aquel mujerón que alumbraba e inspiraba nuestras masturbaciones más desesperadas y urgentes, era una mujer completamente indiferente a los hombres. Paseaba su gélida mirada eslava sobre nosotros como si apenas viera sombras. Y eso suscitaba debates.

Para algunos, Carolina Marín era absoluta e insalvablemente frígida. Se decía que no había conocido la dicha del orgasmo. Se afirmaba que la sola mención de lo sexual le producía un repelús de rechazo e, incluso, asco. Los que jugaban a ser psicólogos afirmaban que muy probablemente una violación en su adolescencia o quizás unos tocamientos rituales por parte de algún familiar directo la había incapacitado para el goce amoroso. El tesorero llegó a afirmar en una conversación de bar, al abrigo de unas cuantas copas, que los términos ‘humedad’ y ‘coño de Carolina Marín’ eran términos que se excluían mutuamente.

Para otros la explicación de esa indiferencia hacia lo masculino era más sencilla. No es que Carolina Marín fuera frígida. No es que su coño estuviera incapacitado para la humedad y el disfrute, no. Es que el coño de Carolina, aquella vagina imaginada y deseada hasta la saciedad por todos nosotros (¿quién no se había masturbado en alguna ocasión soñando con lamer aquel territorio anhelado?), había sido creado para gozar única y exclusivamente con el lengüetazo femenino, la postura de la tijera o con algún juguetito erótico manejado por alguna otra lesbiana conocida en algún club privado o en la cola del súper.

Y después quedaba la explicación simplona de aquellos para los que el sexo era algo que se hacía rápidamente y como por compromiso los sábados por la noche. Para éstos, que apenas sí podían imaginar algo más allá de la postura del misionero, lo de Carolina Marín tenía una explicación casi-casi romántica. Seguramente Carolina estaba enamorada de alguien y reservaba fiel e inquebrantablemente todo el fuego de su cuerpo para ese alguien a quien ninguno de nosotros conocíamos pero que a buen seguro debía existir porque, después de todo, era imposible e inimaginable que aquel monumento de mujer no tuviera a su disposición cuando y como quisiera una buena ración de polla.

Pero yo nunca creí en ninguna de esas teorías. Yo miraba a Carolina e imaginaba una sexualidad refinada y especial, algo que quizás no estaba al alcance de la imaginación de todos. Tampoco imaginaba yo a ningún hombre satisfaciendo completamente las necesidades sexuales de aquel cuerpo de escándalo.

Lo que sí podía imaginarme era algo que se había convertido en aquel tiempo en mi imagen fetiche. Y ese algo era una escena que me asaltaba algunas noches, en casa, y que hacía que me pajeara soñando con el momento en que aquel instante imaginado se hiciera realidad. En aquella escena, Carolina Marín estaba a cuatro patas, el rostro de perfil, con la cabeza hundida en la almohada y el culo en pompa, ofreciéndoseme para que yo, cogiéndola por la cintura, la embistiera por detrás llenándole el culo con las ansias febriles de mi rabo. Nunca usaba en aquellas escenas imaginadas otro lubricante que no fuera el de su propia saliva (que me había lubricado bien la polla gracias a las artes insuperables de su lengua y su boca) y el de la mía, que yo había escupido en aquel agujero mágico y que había extendido con la punta de mi lengua y con la ayuda de algún dedo, que se había metido en su culo como un explorador que fuera abriendo camino hasta la llegada del rey.

Llegaba éste en forma de mi polla erecta y dura, a punto de reventar de deseo y ganas de follar. Me gustaba imaginar cómo encaraba aquel culo deseado y cimbreante, cómo colocaba mi rabo junto a la entrada de aquel paraíso que había de inundar con el chorro impetuoso y caliente de mi semen, cómo pegaba un golpe de riñones y la enculaba hasta el fondo, sintiendo como mis pelotas golpeaban en sus nalgas en cada acometida, cómo aquellas nalgas vibraban cuando mi mano dejaba en ellas la marca rojiza de un cachete que, ineludiblemente, arrancaba a los labios de Carolina un gemido de placer que se mezclaba con la especie de rugido que escapa de mi garganta cuando mis cojones se comprimían y vaciaban del manantial de leche que había estado allí, hirviendo, esperando el momento en que mi polla lo llevara hasta las entrañas mismas del culo de Carolina Marín.

Era así siempre. Sin variaciones. Una y otra vez. Día tras día. El culo de Carolina Marín se había convertido para mí en una obsesión. Mucho más desde que tuvimos que compartir muchas horas preparando la campaña de las municipales. Pegar carteles, mítines, paseos en coche con el altavoz voceando a tope por las calles de la ciudad… Fueron muchas las horas que Carolina y yo pasamos juntos, y su culo acabó por invadir mis sueños. No había noche en que no despertara con el rabo tieso, reclamando el vaivén pajillero de mi mano. Tenía que follarme a Carolina Marín como fuera o iba a acabar tísico con tanta paja. Me masturbaba en la habitación, en la ducha, sentado en la taza del lavabo, en la cocina. Me masturbaba incluso en el lavabo de la oficina, en el del centro comercial.

Llegaron las elecciones. Las perdimos por un puñado de votos. Vino la depresión de la noche electoral, las copas, el quedarnos a solas en un bar de las afueras analizando la campaña, el porqué de la derrota, dando cuenta de la enésima copa, con la conciencia un poco nublada por el alcohol y el sentimiento de compañerismo derrotado. Yo traté de consolarla con las palabras de rigor.

(Continuará)