La venganza (Capítulo 3)

El nuevo día despertó luminoso. Era invierno, pero parecía primavera. A mi cuerpo, al menos, se lo parecía. Estaba alterado por el deseo. Las horas se me hacían interminables. Quedaba todavía mucho tiempo para que fueran las siete y media de la tarde, una larga espera, demasiado larga hasta que llegara la hora dichosa de sentirme entregada al capricho de aquellas manos que no podía quitarme de la cabeza. Y mi jefa se encargó de que esa espera se convirtiera en un pequeño infierno. Como si se imaginara algo, como si intuyera los cuernos que gracias a su queridísimo marido y a mí iba a lucir en lo alto de su frente, me tuvo todo el día rebuscando viejas facturas, ordenando informes casi polvorientos y cumpliendo tareas tan productivas para el buen funcionamiento de la empresa como encargar telefónicamente su compra, reservar por internet un fin de semana en la costa (“dentro de quince días es el cumpleaños de Alejandro, ¿sabes?”) o coger hora para el dentista (“me toca la limpieza anual, cariño”).

“Así se te caigan todos los dientes, hija de perra”, pensé mientras iba a buscarle el tercer café del día meditando sobre la conveniencia de enviarla a la mierda obviando la necesidad que tenía de aquel trabajo para pagar el alquiler, comer y vestir y darme algún caprichito modesto como comprar algún juguetito erótico con el que aumentar mi colección secreta o acudir a una vez al mes a un local de masajes de mi barrio en el que Armando, un brasileño casi recién llegado, me ponía todos los músculos a tono al tiempo que me regalaba unos finales felices (¡qué bien sabía encontrar con sus dedos el punto G, el condenado!) que me reconfortaban con la vida y que me hacían comprender que por nada del mundo debía perder aquel trabajo hasta que no encontrara algo mejor.

Si aquel día soporté toda la zafia, asquerosa y prepotente demostración de autoridad de mi jefa fue por un motivo: en unas cuantas horas iba a vengarme de ella, la iba a cornificar como nunca nadie la había cornificado. Pensaría en sus jodidas órdenes cuando el semen de su marido me pringara los labios. Sería el recuerdo de sus putas compras las que me harían concentrarme en el maravilloso dolor que sentiría cuando Alejandro me embistiera con el poder absoluto de su rabo partiéndome el culo en dos, dividiéndome entera a golpes de riñón. Los informes polvorientos arderían en la pila de mi deseo cuando fuera mi lengua la que recorriera el culo de Alejandro, su perineo, la redondez que imaginaba perfectamente afeitada de sus testículos, las sinuosas carreteras que sus venas inflamadas dibujaran sobre el mapamundi inacabable de su cipote, el capullo amoratado de tanto entrar y salir de mi coño. Sería entonces cuando me vengara a conciencia y con placer de aquella perra inmunda. Y lo haría como siempre lo he hecho cuando el Placer de verdad, el que se escribe con mayúsculas, se apodera de mí. Con un gemido que se asemeja a un grito ahogado, un sonido gutural que trepa desde mi vagina hasta mi garganta y que se prolonga como un aullido hasta que toda mi musculatura se me vuelve de espuma y los brazos quedan lasos, caídos, sin fuerzas.

Y llegó la hora de mi cita. Como una adolescente, temblorosa de emoción, me dirigí hacia la dirección que había anotado Alejandro en aquel papelito que yo guardaba como un tesoro dentro de mi bolso. Antes de subir a la habitación, en el bar del hotel, me bebí un gin-tonic casi de un trago. Cuando entré en ella, él me estaba esperando, tranquilo y seguro, con una copa en la mano, mirando por la ventana. Qué lejos quedaba el tráfico caótico y ruidoso de aquella avenida. Su sonrisa me tranquilizó. El propietario de aquella sonrisa no podía esconder entre sus aficiones alguna perversión oscura y peligrosa. La suya era la sonrisa luminosa de un niño que estaba a punto de jugar a su juego preferido. ¡Y cómo sabía jugarlo! Conocía los tempos a la perfección. Sabía que las prisas no son buenas consejeras para el sexo. Incluso la pasión desbocada tiene sus leyes y sus pausas. Incumplirlas supone perderse parte de los matices que la hacen tan deseable.

Me abrazó. Con calma. Sentí sus manos en mis hombros, en mi espalda, descendiendo lentamente por mi espalda, siguiendo la curvatura respingona y carnosa de mi culo, buscando el punto en que aquel culo se convertía en piernas, ascendiendo después de nuevo llevando en su viaje el vuelo de mi falda, deteniéndose apenas un instante en aquel punto exacto en que mi bragas terminaban para introducirse después bajo ellas siguiendo el surco que separaba mis nalgas, haciéndolo más ancho, acercándose con la punta de su dedo corazón a aquel agujero para el que no existe nombre a la altura del placer que puede proporcionar, rodeándolo, convirtiéndolo en la carne implorante que suplicaba que aquel dedo se introdujera en él, aunque fuera así, por las bravas, sin lubricación alguna. Para lubricación ya tenía la de mi vagina. Mi coño empezaba a estar mojado de lo lindo. Cremoso. Listo y preparado para una buena embestida. Pero ya vi que la embestida tardaría en llegar. Que Alejandro la iba a retrasar al máximo. Que de momento se iba a conformar con meter su lengua en mi boca al tiempo que la primera falange de su dedo corazón se introducía en mi culo.

Fue sólo eso, pero bastó para que yo comenzara a suplicar para que me follara sin contemplaciones, para que me abriera las piernas y me ensartara con aquel pollón maravilloso que se pegaba a mi vientre mientras su lengua me recorría la boca entera y su dedo dibujaba circulitos en mi culo.

(Continuará)