Un desengaño sexual. Cuarta parte.

Y es que aquel deseo de Jorge no sabía de prolegómenos ni de juegos. O, lo que era peor, los había desdeñado. Como si no valieran nada. Creo que todo lo que hasta aquel momento nos había hecho tan felices (la paja disimulada en el cine de verano, el cunnilingus en los peldaños de la ermita, la felación recostados en las cercas de piedra, sus dedos masajeando mi clítoris bajo mis bragas llenándome el cuerpo de estremecimientos) había dejado de tener sentido para él desde que el gran mito de la penetración se había convertido en una posibilidad real de nuestra sexualidad.

Así, finalmente sucedió lo que, a todas luces, era previsible que ocurriera: el desencuentro en la cama se extendió como una mancha de humedad por todo el muro de nuestra relación y éste quedó lleno de desconchones, sucio y cochambroso como el de un edificio en ruinas. Yo, además, me sentí inicialmente sucia. O culpable, que viene a ser lo mismo. Después de todo, el sentimiento de culpabilidad no deja de ser una especie de suciedad, una mugre que quisiéramos quitarnos de encima pero que se nos pega a la piel como un chapapote pegajoso y terco.

Gran parte de ese sentimiento de culpabilidad (quizás todo) me lo había inyectado la cultura recibida. Me sentía culpable porque nadie me había enseñado a pensar que tenía todo el derecho del mundo a ser feliz, también, y en especial, físicamente. Y la felicidad, ahora lo sé, no tiene por qué ser sólo unos hijos corriendo por el salón o un puesto de trabajo determinado o una pareja que te diga a menudo que te quiere y que te mime cuando tengas malos días. La felicidad es también y sobre todo, al menos para alguien que sea como yo, que de vez en cuando te creas a punto de enloquecer de placer, que sientas con cierta regularidad cómo la piel se te vuelve del revés y cualquier caricia hace estallar dentro de ti una traca de sensaciones que, encadenadas y de la mano, acaban llevándote hacia el territorio alucinante del orgasmo completo, de ese instante de crispación absoluta que te absuelve del peso de la memoria y te sumerge en la niebla del olvido de todo lo que no sea tu propio cuerpo.

Cuando comprobé que Jorge no iba a darme nunca eso, decidí romper nuestra relación. Que lo hiciera (y pese a las súplicas de Jorge) no quiere decir que no me sintiera herida. Me sentía. Es más, creo que toda yo era una inmensa herida. Y esa herida necesitaba ser curada. Y ningún mejor lugar para lamerse y curarse las heridas que el lugar donde todos los paisajes son nuestro paisaje, aquél que nos identifica, nos nombra y nos cobija. Cada uno tenemos nuestro paisaje, aquél que nos acompaña internamente, como una compañero de viaje, allá donde vayamos. Para mí ese paisaje es el de mi pueblo.

Muchas personas creerán que no es bueno volver donde se ha sido feliz con la persona con la que hemos roto. Al lugar donde has sido feliz es mejor que no trates nunca de regresar, ha cantado alguien. Pero yo tenía la necesidad absoluta de volver allí. ¿Por qué? Porque allí, y no en ningún otro sitio, era donde se había enredado el nudo que unía los diferentes cabos de mi vida. Yo necesitaba deshacer ese nudo. Si no lo hacía, nunca podría llegar a ser feliz.

Al principio lo hice en soledad. Me encerraba en mi viejo cuarto a leer o a escuchar viejos discos. Huía de las miradas de todas las personas a las que conocía. Había conmiseración en aquellas miradas, pero en algunas de ellas también creí encontrar un poso de acusación. Al fin y al cabo, la familia de Jorge era también del pueblo. Seguramente, y de un modo u otro, había llegado allí la versión de la historia que Jorge hubiera tenido a bien contar. Y aquella versión debía ser, para mucha gente del pueblo, un dogma de fe.

Jorge nunca entendió que yo no tuviese más paciencia con su impericia sexual y su eyaculación precoz. Siempre me pedía eso: paciencia. “Tengo que acostumbrarme a tu belleza”, me decía. “Mi pene tiene que habituarse a la combustión de tu vagina”, exponía con un tono aséptico y frío de terapeuta sexual. “Dame un poco de tiempo, cariño”, me suplicaba; “ten paciencia. Un día mi pene se acostumbrará al calor inaudito de tu vagina y, entonces sí, podré borrarte a pollazos todos los pliegues del coño”.

¿Es poca paciencia año y medio sin poder contabilizar un orgasmo como Dios manda que no se debiera a mis toqueteos en la ducha y a mis pensamientos recreándose en alguna escena del pasado que habíamos vivido juntos? Él, que me había prometido el cielo en lo sexual, se llevó las manos a la cabeza cuando le expliqué que mi motivo para dejarlo era, precisa y fundamentalmente, sexual. “¿No tienes bastante con lo que te doy?”, me dijo. Podría haberle dicho que lo que me daba y nada era lo mismo, pero mi rencor hacia él no era tan grande como para intentar herirle de ese modo. Por eso me limité a decirle que no, que no tenía bastante, que lo sentía mucho, que quizás era culpa mía…

Culpa. Culpa. Culpa. Ése era el primer sentimiento que tenía que erradicar de mis pensamientos. A pesar de las miradas. Aún recuerdo la de mi propia madre cuando le dije que había dejado a Jorge porque no me satisfacía sexualmente. Si hubiera sido posible, los ojos de mi madre habrían caído desde las órbitas oculares y habrían salido rodando por el suelo. En sus ojos había asombro, pero no el asombro derivado de pensar que no era posible que Jorge no me satisficiera sexualmente. El asombro de mi madre era distinto. Era un asombro que se derivaba directamente de la extrañeza que le causaba el hecho de que la insatisfacción sexual pudiera ser motivo de separación. Fue entonces, al contemplar aquella mirada encenegada de incomprensión y asombro, cuando me pregunté si mi madre sabía lo que era la satisfacción sexual, si mi madre había sido durante todo el tiempo en que yo la había conocido una mujer satisfecha sexualmente. Y me contesté que no. Y también me dije que, seguramente, entre mi madre y yo sólo había una diferencia: ella se había conformado con algo parecido a lo que yo no había dejado pasar por alto.

Aquello me dio mucha pena. Y aquella pena no me ayudaba, en nada, a curar mi herida, la herida que yo era. La miraba y la compadecía. La veía lavando platos, haciendo camas, regresando cargada del mercado, tendiendo la ropa, preparando la comida, remendando calcetines rotos de mi padre… La veía así, enfrascada en tus tareas de cada día, esclava de sus rutinas, y me preguntaba si para ella la vida sólo había sido eso y algo parecido a esperar a que mi padre, tras volver de la huerta o la taberna, se sentara en el sofá a ver la televisión o a amodorrarse mientras hacía un sudoku (hacía tiempo que se había aficionado a este entretenimiento y podía pasar las horas poniendo numeritos en los cuadrados indiferente a todo lo que pasaba a su alrededor).
Observaba aquella relación que mis padres mantenían y sentía cómo dentro de mí y hacia mi padre brotaba una desagradable sensación que oscilaba entre el desprecio y el rencor. Seguramente también él, muchos años atrás, le había prometido a mi madre lo mejor de lo mejor. Seguramente esa promesa se había extendido también a los húmedos territorios de lo erótico. Seguramente también mi madre se había dejado engatusar por la promesa de un futuro lleno de placeres.

Pero yo no era mi madre. No estaba dispuesta a vivir lo que ella había vivido. Tomar conciencia de eso supuso un punto de inflexión en mi recuperación anímica y en mi vida. La imagen de mi madre, la misma que en un principio me produjo tanta lástima, se convirtió en mi mayor estímulo. Yo no iba a ser esa mujer resignada a la apatía sexual. Yo no iba a vivir al margen de lo que pudiera proporcionar placer a mi cuerpo.

Esta decisión se tradujo, de buenas a primeras, en un retorno a mis actividades masturbadoras. Después de mucho tiempo, volví a tocarme. Necesitaba despertar poco a poco el pálpito de mis genitales. Necesitaba comprobar si los labios de mi vagina seguían siendo tan sensibles como lo habían sido años atrás a la caricia lenta de mis dedos. Necesitaba constatar si mi clítoris se inflamaba del mismo modo como lo hacía cuando, en la oscuridad de mi cuarto, en casa de mis padres, antes de casarme con Jorge, lo pellizcaba y sobaba y recorría con los dedos empapados de saliva y de todos aquellos licores resbaladizos y levemente salinos que mi coño iba dejando en ellos cuando alguno de aquellos dedos se introducían en aquel canal acogedoramente húmedo y candente.

(Continuará)