Un desengaño sexual. Tercera parte.

Yo acepté por deseo (¡qué ganas tenía de sentir cómo su polla reventaba de placer entre mis piernas!) pero también porque Jorge era una puerta de salida, la manera más rápida, directa y sencilla de marchar del pueblo. Por aquel tiempo, yo estaba un poco harta del ambiente mísero y sin horizontes del pueblo, y Jorge, de alguna manera, simbolizaba la libertad y modernidad de la ciudad.

Sus padres habían emigrado hacía ya años y él había nacido en Barcelona, pero acudía al pueblo cada verano, a visitar a los abuelos. Pertenecíamos al mismo grupo de amigos. Amigos de verano. Amigos que de tanto en tanto se dejaban llevar por el vaivén que exudaba aquel impasse de provisionalidad que parecía imponer el tiempo de estío. Era como si las normas que eran válidas para el resto del año perdieran su vigencia en los días de verano, cuando nuestros cuerpos se tostaban al sol en la piscina del pueblo durante el día y se empapuzaban de cerveza y cubalibres en los botellones nocturnos.

Dentro de aquel grupo de amigos que los veranos reiterados habían acabado por forjar, Jorge era el oscuro objeto del deseo de más de una de mis amigas. Eso me hizo sentirme más afortunada todavía cuando me di cuenta de que sus ojos no sólo se había fijado en mí como jovencita con inquietudes intelectuales y gustos musicales coincidentes con los suyos, sino que también lo había hecho como mujer poseedora de unos pechos duros y de pezones altivos y astifinos que siempre parecían estar a punto de rasgar la tensa superficie de aquellas blusas que a duras penas podían contener la exuberancia ardiente y tersa de su continente.

Lo que vino después de que yo captara aquellas miradas inequívocas de Jorge fue lo previsible dado el caso: el deseo haciendo de las suyas, las hormonas hirviendo a flor de piel, la tradición y la herencia cultural y moral jodiendo la marrana y, finalmente y como consecuencia de todo, ello, Jorge y yo ante al altar haciéndonos promesas de amor eterno sin saber siquiera si íbamos a ser capaces de follar a gusto.

Y no lo fuimos. Yo al menos. La primera noche lo achaqué a las ansias contenidas durante tanto tiempo. Y la segunda. Y la tercera. Y hasta la cuarta o quinta. Pero pronto empecé a pensar que había un problema. Dos minutos era el tiempo que, en sus mejores noches, Jorge tardaba en vaciarse dentro de mí. En la mayoría le bastaba entrar dentro de mi coño para que su polla se pusiera a escupir semen como una loca.

Que mi coño quemaba, me decía. Que era meterse dentro de mí y sentir cómo una ola de calor batía de manera inmisericorde la dureza erecta de su pene, sostenía. “Es como si mil pétalos de carne caliente lo acariciaran al mismo tiempo”, aseguraba. “¿Cómo soportar tanto placer sin derretirme?” Y con esas palabras se daba por explicado y excusado.

Palabras. Palabras. Palabras. También habían sido palabras aquello de “te voy a borrar a pollazos las arrugas del coño”. Y yo las había creído. Pero mi coño no entendía de palabras. Mi coño no satisfacía sus ansias de placer con la embriaguez dulzona y cínica de las palabras. Con las palabras se construyen poemas y novelas y argumentos y excusas, pero no orgasmos. Y yo lo que necesitaba eran orgasmos. Yo necesitaba sentir cómo me derretía piernas abajo. Yo necesitaba sentir cómo la lava de mis entrañas fluía desde ellas. Ese placer ya ni siquiera me lo proporcionaban sus labios, aquellos mismos labios que tanto placer y tantos orgasmos me habían regalado tiempo atrás pero que ahora se amustiaban de excusas y renunciaban a extasiarse saboreando los líquidos que mi coño es capaz de rezumar cuando se pone a tono.

Jorge se olvidó de lo que era estimularme. Llegaba a casa con su carga de deseo impaciente y torpón y aprovechaba cualquier rincón de la casa para clavármela sin espera ni miramientos, como si la simple exhibición de su deseo bastara para dar al interruptor que pusiera en marcha los mecanismos del mío. A veces creo que, antes de entrar en casa, Jorge se manoseaba la polla o se entretenía leyendo algún relato en alguna de aquellas revistas que amontonaba en un cajón de mimbre en el altillo. Las coleccionaba, decía, desde que era adolescente. Allí había aprendido lo que era una paja, un francés, un cunnilingus o un griego. Gracias a aquellas lecturas ilustradas, decía, había comenzado a soñar con la delicia de hundir su polla dentro de un coño. Fue seguramente durante la lectura de aquellas revistas cuando Jorge empezó a construir el mito, su mito.

No sé si Jorge leía esas revistas o algunas semejantes antes de entrar en casa o no. Tampoco sé si los últimos minutos de conducción antes de dejar el coche en el garaje los gastaba sobándose bien sobados los genitales. El caso es que, de manera habitual y fuera mediante un sistema de precalentamiento y otro, Jorge llegaba a casa empalmado. Al principio yo admiraba aquella predisposición, aquel deseo, aquellas ganas de ponerme a cuatro patas para metérmela sin contemplaciones, de un golpe seco, cómo si aquella espada de carne llevara durante todo el día esperando el momento de entrar en aquella vaina resbaladiza y cálida y no pudiera esperar más, a la vista de ella, para hacerlo. En cierto modo, creo que yo asociaba aquella erección con el deseo que yo originaba en Jorge. Sin embargo, la admiración y mis simpatías hacia aquella recurrente erección duró hasta que comprendí que de aquella erección no iba a derivarse, nunca, mi dicha sexual.

(Continuará)