La perra sumisa

Su sonrisa fue una sonrisa victoriosa. Sabía que me tenía a su merced, entregado, y que todos sus caprichos serían para mí órdenes de gratísimo cumplimiento. Se untó las manos con una buena cantidad de lubricante y me llenó el culo con aquel potingue. Sentí cómo uno de sus dedos entraba en mi ano, cómo dibujaba circulitos cada vez más grandes dentro de él, cómo aquel agujero que yo siempre había considerado unidireccional se relajaba y empezaba a prepararse para recibir la visita de aquel aparato de silicona que mi bibliotecaria fue acercando poco a poco a aquel trémulo agujero que empezó a ser violado y que empezó a acoger la presencia implacable de aquel dildo que empezó a entrar y salir de mí con un ritmo que tenía tanto de incansable como de sabio.

Al principio pensé que mi culo no iba a poder recibir aquella visita. Lo seguí pensando cuando sentí cómo aquel falo de silicona me iba separando los cachetes del culo y cómo algo dentro de mí parecía estremecerse con algo que estaba a medio camino entre el placer y el dolor. Hasta que éste desapareció y sólo quedó aquél. Un placer extraño. Una insólita sensación de sentirse lleno. Un pasmo de las entrañas que me dejaba sin aliento o, mejor dicho, con un remedo de aliento, una respiración entrecortada y salpicada de palabras que, disfrazadas de gemidos, salían de mi garganta para suplicar más, más, más, más.

Aquella era la súplica balbuceante de mis labios, aquella la vacilante imploración de mi ser entero: que aquella polla artificial no cejara en su empeño de entrar y salir de mi culo, que una y otra vez entrara dentro de mí para horadarme, para demostrarme hasta qué punto eran estúpidas las bromas que había gastado años atrás, junto a viejos compañeros de instituto, cuando el peso de los tabúes y la herencia nos hacía despreciar con palabras insulsas placeres que por ignorancia nunca probaríamos.

Y ahora yo estaba allí, convertido en una perra sumisa, una esclava, gozando por el culo como nunca creí que se pudiera gozar mientras miraba en el espejo la figura borrosa de mi ansiada bibliotecaria. Ella, tan femenina, tan sensual, se había convertido en un macho tan insaciable como implacable. Se agarraba a mis caderas y, con un movimiento de las suyas, entraba, potente, dentro de mí. Yo, en aquel momento, sólo tenía una certeza: la de ser consciente de que aceptaría todo lo que viniera de ella.

Y lo que vino de ella fue una mano salvadora. Mientras me penetraba empezó a acariciarme las pelotas, me cogió la polla y empezó a masturbarla. Yo, ¿para qué negarlo?, estaba loco de placer, fuera de mí. Y la manera de demostrarlo fue correrme como nunca antes me había corrido. Nunca creí que mis cojones pudieran fabricar tanta leche. Nunca pensé que mi polla iba a escupir con tanta fuerza tanta cantidad de semen. Me vacié entero. Me sentí desfallecer. Olvidé mis sueños de entrar en el coño de Amanda y de visitar la estrechez ardiente de su culo. Apenas tenía fuerzas para moverme cuando ella, tras salir de mí, me desató.

Al sentirme liberado me dejé caer al suelo. Me senté en él y me recosté en la pared intentando recuperar el aliento. Ella se sentó a mi lado y me acarició la cabeza como quien acaricia a un niño pequeño: mimándome, haciéndome sentir, en aquel instante, el ser más afortunado de la tierra, el aventurero que, tras un larguísimo viaje y tras atravesar un océano proceloso, hubiera divisado una costa en la que hallar refugio. Después vi cómo Amanda se dejaba escurrir poco a poco y contemplé cómo, tumbada sobre las baldosas, se abría de piernas. Su coño pelirrojo me esperaba como un infierno que debiera apagar a base de saliva. Y mi lengua y mis labios acudieron a la cita mientras muy lejos, en el fondo profundísimo de mis cojones, empezaba a sentir un levísimo hormigueo. Quién sabe lo que tardaría en llegar mi próxima erección. En tanto que llegara ese momento, mi boca se saciaría de aquel licor ardiente que, como un manantial, fluía del coño de Amanda, mi demoníaca, lujuriosa y sabia bibliotecaria.