Sueños eróticos

Antes de que me recomendara leer Historia de O aquella bibliotecaria ya se había convertido en protagonista absoluta de mis sueños más húmedos. Como había sucedido con XXX tantos años atrás, ahora era la lengua de la bibliotecaria quien, en mis sueños, recorría la extensión erguida de mi polla, lamía mi prepucio y se coaligaba con sus labios para sorber y deglutir mi leche ardiente, que unas veces escogía la maravilla de su boca para verterse, en otras la de sus pechos escasos y en la mayoría la de la seda nunca suficientemente loada de sus nalgas. Ahora era aquella bibliotecaria quien, en mis sueños, y de una manera absolutamente lúbrica y desinhibida, se abría de piernas y me mostraba el delta de su pubis y la cicatriz húmeda y rojiza de su vagina para que yo hundiera en ella mi lengua, mi boca, mi barbilla, todo lo que en mi rostro o en mis manos pudiera quedar impregnado con el néctar embriagador de sus jugos más íntimos.

Además, al recomendarme precisamente aquella lectura y no otra (habíamos hablado en un par de ocasiones de libros y gustos literarios pero nunca de nada que tuviera que ver con la literatura erótica), aquella bibliotecaria se había convertido en alguien muy diferente a quien había sido hasta entonces. Aquella bibliotecaria ya no era una especie de imagen recurrente que alumbraba mis pajas cuando tenía ganas de vaciar lo que empezaba a sobrar en mis testículos. Ahora era algo parecido a una probabilidad, algo que podría hacerse realidad. Después de todo, me dije, quizás el sueño de encularla no estuviera tan lejano. Quizás no fuera tan difícil verla a cuatro patas, ofreciéndome su culo y su vagina para que mis manos y mi boca se entretuvieran en aquellos agujeros antes de que mi polla, a punto de explotar de excitación, se hundiera sin contemplaciones en cualquiera de ellos cuando ya mi lengua los habría repasado hasta dejarlos perfectamente lubricados y listos para una penetración que acabaría por sacar de mis testículos hasta la última gota de esperma.

Fue esa esperanza la que me infundió el valor necesario para contestarle cuando me preguntó qué me había parecido el libro.

Una pregunta picante

– Muy sugerente –le dije-; pero no sé si existe en el mundo una mujer que sea capaz de entregarse así a un hombre. Creo que esa escritora francesa habla de un deseo en el que me resulta muy difícil creer y de un amor que no puede existir.

– ¿Tú crees? –me dijo, y en su respuesta creí intuir algo que no sabía bien si era exactamente un reto o era más bien una recriminación. Pensé en la segunda opción y sentí un escalofrío. En modo alguno quería defraudar a aquella mujer -. ¿Tú podrías delimitar con exactitud –prosiguió- lo que puede llegar a hacer una mujer consumida por el deseo? ¿Has hablado con alguna mujer alguna vez sobre eso? ¿Has tenido en alguna ocasión entre tus brazos a una mujer que pueda llegar a pensar que el amor sólo tiene sentido cuando la entrega al otro se realiza de la forma más absoluta? ¿Alguna mujer te ha hablado alguna vez con claridad y sin tapujos de sus deseos más íntimos? Es más: ¿te has preguntado alguna vez sinceramente por los tuyos?

Fue, sin duda, esta última pregunta la que más me inquietó. Lo hizo, por supuesto, por su contenido implacable e inexcusable, pero también por la mirada que la acompañaba. Aquella mirada turbia y desasosegante planteaba un reto, sí. Ahora lo veía claro. Pero detrás de aquel reto se intuía algo más. En aquella mirada que tenía el don de atrapar la mía sin apenas esfuerzo se traslucía un pequeño rastro de deseo. De una manera extraña, a aquella mujer yo parecía interesar a aquel bombón que la Diputación había tenido a bien emplear como bibliotecaria.

Aún no sé cómo pude articular palabra sintiendo la garganta tan reseca como la notaba. Aún no sé cómo mi erección no se hizo patente más allá de la frontera tejana de mis pantalones. Aquella bibliotecaria ejercía un poder mágico sobre mí. Yo debía mantener con ella una conversación más o menos ingeniosa y, sin embargo, una parte importante de la sangre de mi cuerpo había decidido huir de mi cerebro, que era quien más la necesitaba, para agolparse en aquellos quince centímetros de carne que proclamaban mi deseo bajo el slip.

Me la habría sacado allí mismo. Habría dado la vuelta al pequeño mostrador y, enfrentándome a ella, la habría obligado a mamármela allí mismo. Que se metiera mi rabo entero en la boca. Que mordisqueara mis pelotas. Que me las lamiera. Que su lengua repasara mi prepucio hasta que yo estallara de placer. Que se diera la vuelta y se recostara en el mostrador. Que dejara que yo me frotara tras ella y apenas opusiera resistencia cuando le levantara el vestido y le bajara las bragas. Que se dejara hacer cuando yo, arrodillado, separara sus nalgas y le lamiera el ano. Que gritara de placer cuando metiera un dedo dentro de su culo y dibujara circulitos dentro de él mientras mis dientes mordisqueasen suavemente sus nalgas. Que gimiera de placer cuando mi polla se metiera en su vagina mientras mis manos, desde atrás, agarraran sus caderas para ayudarme a hundirme hasta lo más profundo de ella. Que sintiera dentro de sí la catarata de fuego de mi semen regándola entera. Todo eso es lo que yo hubiera deseado hacer en aquel momento y no tener que contestar a todas aquellas preguntas que ella me había arrojado como un guante, que no habían sido hechas en modo alguno de manera retórica y que, sin duda, esperaban una respuesta.

(Continuará)