La epifanía del sumiso
Es cierto que no vertí una gota de sangre, pero, después de todo, hay muchas formas de desangrarse. Yo lo hice vaciándome de todo lo que había sido hasta entonces. O, mejor dicho, de todo lo que había creído ser.
Creí volverme loco de deseo al ver cómo ella salía de la habitación, convertida en una diosa de látex y cuero. Su sujetador era apenas un suspensorio que dejaba al aire sus pezones. Sus bragas presentaban una obertura que dejaba entrever la incandescencia rojiza de su pubis. Éste era como yo lo había imaginado: una llamarada, una hoguera en la que podían arder todos los deseos, el pequeño infierno en que todos los penes esperarían encontrar la gloria.
En su sonrisa había algo de demoníaco, una seguridad aplastante: la seguridad que da el saberse deseada hasta los confines más lejanos del dolor.
Y algo parecido al dolor era lo que yo experimenté al contemplar cómo se tumbaba frente a mí, sobre la cama, cercana y al mismo tiempo, inalcanzable, abierta de piernas, impúdica. Yo, encadenado a la pared, contemplaba consternado de impotencia cómo Amanda se acariciaba lentamente el coño, cómo separaba sus labios, cómo metía dentro de él alguno de sus dedos y jugueteaba con él entrándolo y sacándolo mientras me regalaba la imagen procaz de su lengua, que parecía apuntar hacia la punta cárdena de mi polla, que crecía como nunca antes lo había hecho y que parecía luchar denodadamente por escapar de mi cuerpo y volar hacia aquella cueva palpitante y húmeda para hundirse en ella y golpearla con saña.
Pero en aquella cueva sólo parecían tener cabida el dedo de Amanda. Éste entraba y salía de aquel coño maravilloso con una lentitud que contrastaba con el galope de mis pulsaciones. De vez en cuando aquel dedo viajaba, brillante y empapado, hasta los labios inflamados de Amanda. Ella entonces se deleitaba paladeando en aquel dedo el sabor salino y ardiente de su propio coño. Lo chupaba como si chupara una polla, relamiéndose, recorriendo con la punta de su lengua toda la superficie de su dedo hasta que volvía a llevarlo hasta aquella zanja a la que un hombre desesperado como yo podía arrojar sin pensárselo ni un segundo todas las esperanzas de su vida.
Amanda estuvo así un buen rato, masturbándose, acariciándose, pellizcándose los pezones, masajeándose las tetas, clavando en mí su mirada procaz y luciferina mientras convertía su vulva en un territorio inflamado del que no cesaba de manar un líquido que iba empapando la sábana. Hasta que se corrió. Lo supe por sus gemidos y también por aquella manera crispada de curvarse y de apretar la mandíbula. Esa crispación le duró unos segundos. Después, Amanda se desmadejó sobre la cama. Parecía agotada. Pero, ¿y yo? ¿Cómo me sentía yo?
Cualquier hombre que sepa lo que es el deseo puede imaginarlo. Yo tiraba desesperadamente de las cadenas. Me debatía como debió debatirse Sansón al derribar el templo al que le habían encadenado los filisteos. Pero yo no soy Sansón. Y tampoco Houdini, el famoso escapista. Por eso todos los intentos por liberarme de aquellas ataduras resultaron en vano. De haberlo conseguido, hubiera despedazado a Amanda. A besos. A mordiscos. A caricias. A pollazos. La medida de mi deseo era tan grande que no atendía a razones.
Y se hizo más grande aún cuando Amanda, con la respiración todavía alterada por la viciosa intensidad de su éxtasis, se acercó a mí y paseó junto a mi nariz el dedo que le había marcado el camino hacia ese éxtasis. Hubiera devorado ese dedo pero tuve que conformarme con aspirar con ansia animal el aroma a coño que lo impregnaba.
Un olor evocador
Alguien ya escribió alguna vez sobre el poder evocador del olfato. A mí aquel olor me evocó el olor y el sabor de todos los coños (que no eran muchos) que hasta aquel momento me había comido. Mi boca se hizo agua recordando aquellas almejas deliciosas que se habían derretido de placer mientras mi lengua las había recorrido mezclando con sus humores la saliva que mi boca no dejaba de segregar. Casi lloré de dolor y vergüenza cuando sentí cómo mi polla, harta ya de erección, cansada de tanto buscar infructuosamente un lugar en que clavarse (en aquel momento me importaba un rábano el lugar, podía servir, claro, el coño de alguien como Scarlett Johansson o Monica Bellucci, pero también la boca desdentada de una puta esquinera), decidió liberarse un poco de aquella presión que desde hacía ya rato la tiranizaba dejando ir un reguerito de semen, una especie de baba blancuzca que comenzó a gotear como con desgana sobre el embaldosado del suelo ante la mirada divertida e insultantemente autosuficiente de Amanda.
– Vaya -dijo-. Eres un niño sucio y no sabes comportarte como es debido. Me has ensuciado el suelo y eso merece un castigo, ¿no crees?
Le hubiese dicho que si no le parecía tortura suficiente el tener que estar atado y sin posibilidad alguna de intervenir contemplando cómo una mujer como ella se masturbaba ante mis ojos, pero preferí callar y asentir.
En ocasiones la vida nos da la ocasión de optar (de hecho, casi siempre nos la da, aunque para nosotros resulte más cómodo despojarnos del sentimiento de culpa pensando que el destino existe y que es él quien determina nuestro camino), el caso es que yo en aquel momento, no sé todavía muy bien por qué, opté por no llevar la contraria a Amanda. Entre la rebeldía ante ella y la sumisión a sus pies opté por la segunda. Que me castigara, si quería. Al fin y al cabo, ser el destinatario de sus castigos se convertía en ser algo para ella. Mientras Amanda estuviera castigándome, estaría pendiente de mí. Eso, claro, lo he pensado luego. Entonces sólo me sentía traspasado por un infinito sentimiento de vergüenza. Después de todo, lo que yo había hecho no había sido otra cosa que correrme como un primerizo.
– Sí -dije, con un hilo de voz-; me merezco un castigo.
Su sonrisa de triunfo me estremeció. Y me estremeció más aún el comprobar cómo abría un maletín que tenía bajo la cama y sacaba de él un pequeño látigo hecho de tiras de cuero. Fue con el mango de aquel pequeño látigo con el que suavemente trazó una vertical desde mi obligo hasta mis genitales mientras mordisqueaba mis pezones. Fue con aquel pequeño látigo con el que azotó mis testículos mientras, arrodillada ante mí, con la otra mano sujetaba mi polla. Fueron varios golpes los que ella me dio. Ligeros. Muy ligeros. A cada uno de ellos mi polla sentía una sacudida, un escalofrío de placer que la hacía recuperar parte de la dureza que había tenido instantes antes de sentir cómo mi lefa manaba mansa para dejar en aquel suelo de Porcelanosa un jaspeado como de cera ardiente.
Continuará