Control de la erección

Cada vez que mi polla empezaba a recuperar la erección, Amanda la sometía con un latigazo algo más fuerte mientras con la otra mano me estrujaba las pelotas, me las palmoteaba, me daba en ellas un papirotazo o, directamente, me las mordía. Fue en una de aquellas ocasiones, tras domar nuevamente la casi irrefrenable tendencia a la erección de mi rabo, cuando Amanda tomó una cuerda y, con una habilidad que me sorprendió, me anudó los cojones a la polla. Fue entonces cuando comprendí que era su esclavo, su sumiso, su obediente servidor, lo que ella quisiera que fuera.

Ese descubrimiento, esa especie de epifanía, me hizo disfrutar de lo lindo de todo lo que vendría después. Y lo que vino después sólo puede resumirse en dos palabras: entrega y obediencia.

Comprendí así que lo que había contado Pauline Réage en Historia de O no era ninguna exageración. A mí podía pasarme con Amanda. De hecho, ya me estaba pasando. Y si no, ¿qué demonios hacía yo, puesto a cuatro patas, con un collar de cuero en el cuello, una cadena perruna y una cuerda anudándome los cojones y la polla? ¿Qué hacía yo, sino comportarme como una O cualquiera, mientras paseaba por la habitación de Amanda, lamía las gotas que de mi propio semen habían quedado en el suelo, sentía de tanto en tanto un pequeño fuetazo en mis nalgas y suspiraba porque aquella bibliotecaria me diera una orden más?

Yo esperaba aquella orden como el perro sediento que espera a que su amo le ponga un cuenco de agua en un rincón del salón. Me daba lo mismo el contenido de la misma. Si Amanda me hubiera dicho “abre la boca, que quiero mear en ella”, yo la hubiera abierto sin remilgos. Si Amanda me hubiera pedido “túmbate boca arriba, que quiero pisarte los huevos”, yo me hubiera entregado sin protestas al capricho de sus pies. Si hay gente que goza con ello, ¿por qué yo iba a ser distinto?

Algo dentro de mí me decía que todo lo que Amanda me ordenara sólo tenía un fin: conseguirme el placer más intenso que nunca antes hubiera podido experimentar. Por eso me dejé inclinar sobre la mesa con los pies atados a las patas de la misma y las manos anilladas a la pared junto a la que aquélla estaba. Por eso tirité de placer cuando sentí la lengua de Amanda recorriendo el círculo convulso y estremecido de mi ano. Por eso permití que las manos de Amanda comenzaran a extender por toda la superficie de mi culo aquel suave lubricante. Por eso dejé que uno de sus dedos entrara en aquel espacio hasta entonces virgen y realizara dentro de él una pequeña y excitante danza circular. Por eso dije que sí cuando Amanda me preguntó si me gustaría sentir una buena polla dentro de mi culo. Porque sabía que su lección, la que ella había prometido darme en la biblioteca cuando yo había dudado de la verosimilitud de Historia de O, sólo estaría completa cuando aquello se produjera. Sólo entonces podría yo decir que sí, que ese nivel de entrega es posible.

Dije que sí, claro. Y clavé mi mirada en la puerta, esperando con una mezcla de temor y ansias el ver aparecer por ella la figura musculada del novio de Amanda, alguna especie de depravado de edad indefinida desprovisto de rostro pero provisto de un pene indomable y fotogénico, una de esas pollas descomunales y brillantes que tan bien lucen en las revistas y en las películas porno y que estaba llamada a ser el ariete que me iba a reventar el culo y a hacerme descubrir hasta qué punto una persona enloquecida de deseo puede ser esclava de la persona que le despierta ese deseo.

A cuatro patas

Pero la puerta no se abrió. Por abrirse, sólo se abrieron las puertas de un armario empotrado que ocupaba toda una de las paredes de la habitación de Amanda. Y fue Amanda quien abrió aquellas puertas. Estábamos, pues, solos ella y yo. Al menos, de momento.

Al abrirse, las puertas de aquel armario se convirtieron en dos grandes espejos que mostraban a la perfección todo lo que sucedía en aquella cama. Fue en aquel espejo donde vi mi rostro perlado de sudor, mi cabello despeinado, mi mirada ansiosa, mi rabo inflamado y atado a mis pelotas, mi perfil de hombre derrengado y puesto en pompa y, finalmente, el arnés de Amanda.

Se lo estaba colocando con tanta calma como seguridad. Fue mirar aquel arnés y estremecerme. En aquel arnés, poderoso, imbatible e inasequible a la disfunción eréctil, Amanda había colocado un dildo de unas dimensiones que, ciertamente, podrían haber sido más alarmantes. Dentro de su crueldad, Amanda había decidido ser piadosa. La bibliotecaria leyó en mis ojos alguna señal de alivio. Su comentario fue tan seco como ilustrativo.

– Mi intención no es destrozarte el culo, corazón -dijo-. Yo sólo pretendo demostrarte hasta qué punto podemos llegar más allá de lo que nunca supusimos que podíamos llegar sólo por satisfacer a una persona que nos lo pide u ordena y hacia la que experimentamos un sentimiento que puedes llamar como quieras: adoración, deseo, amor…

No le dije que en aquel momento no me hubiera importado lo más mínimo que aquel dildo hubiera tenido las dimensiones de un ariete vikingo. Sólo le dije lo que en verdad en aquel momento sentía.
– Me da lo mismo el nombre de ese sentimiento -dije-. Elígelo tú. Pero fóllame ya el culo de una puta vez.

Continuará