Pasión de primos

Yo había subido a la habitación a buscar mi bañador y de golpe y porrazo me encontré allí al primo E olfateando una de mis bragas mientras se la pelaba como un mono en un rincón del cuarto. El cómo de manera instintiva sustituí su mano masturbadora por mis labios mamones fue algo que mi primo y yo mantendríamos casi en secreto durante toda la vida del mismo modo que mantendríamos casi en secreto todas las siestas que pasamos juntos descubriendo hasta qué punto mi coño, mi culo y mi boca podían servir para satisfacer la efervescencia febril del rabo y los cojones del salido de E, que acabó por desvirgarme oral, vaginal y analmente para así descubrirme la que iba a ser mi verdadera vocación en la vida: la de follar sin remilgos y cuanto más mejor sin tener para ello que escudarme en la existencia de ningún tipo de sentimiento que tuviera que ver con algo que no fuera el simple gozo de sentir cómo el cuerpo palpita, se crispa y, finalmente, parece estallar en mil pedazos arrastrado por una ola de fuego y de placer.

Por aquella época, en la de aquellos despertares míos al sexo, mi primo E estaba finalizando sus estudios universitarios, tenía ocho o nueve años más que yo y estaba empezando a salir con P, la que hoy es su mujer, una chica mona, de ésas que saben extraer el máximo rendimiento a su maquillaje, con unas tetitas que parecían dos melocotones que aún no habían acabado de madurar y unos encantadores ojos azules que le daban un aire un tanto angelical. Pese a su aire un poco pavisoso y su manera de vestir, recatada y un poco monjil, P era una auténtica monada, una de esas pollitas que parecen no haber salido todavía del cascarón del colegio de monjas en el que se criaron y que parecía predestinada a dar a mi primo unos hijos monísimos de la muerte y a lucir más pronto que tarde una espléndida y bien torneada cornamenta.

Mirando a aquella mujercita de aire tan virginal una sólo podía pensar que difícilmente podría el primo E recluir su fogosidad entre las cuatro paredes del matrimonio y que más pronto que tarde acabaría convirtiéndose en un experto coleccionista de amantes o, lo que a la larga podía salir más barato para la economía familiar y menos peligroso para la estabilidad matrimonial, en un putero redomado. (Es sabido que una puta no quiere de su cliente más que su dinero. Una amante, a veces, pide alguna que otra cosa más; y eso, a la corta o a la larga, suele acabar en catástrofe).

La última vez que se la mamé al primo E (y fueron muchas las que lo hice, en reuniones familiares, en citas a escondidas, en aquellas tardes en que me daba clases particulares de matemáticas porque mi madre había considerado, inocente, que quién mejor que mi primo, que tan buenas notas sacaba en Económicas, para que me enseñara a desarrollar las derivadas e integrales que tanto se me habían atragantado) fue el día antes de su boda.

Aquel día, mientras toda la familia contaba las horas que faltaban para que todos, primos, tíos, abuelos, amigos y conocidos, nos esforzáramos en cubrir la entrada de la iglesia de granos de arroz y pétalos de rosa, me gustó especialmente sentir en la lengua la suavidad sedosa de su capullo y el ímpetu percutor con el que el muy salvaje de E, quizás nervioso por la cercanía de su boda y un tanto necesitado de una cura de ansiedad, pretendía llegar hasta mi campanilla y borrar a golpe de polla todo rastro de ella.

Aún hoy, tantos años después, cuando de mis revolcones con E sólo queda el aroma cada vez más tenue de la melancolía, siento cómo me arde el coño al recordar cómo sus pelotas pelonas y duras se contraían en mi mano apenas tres segundos antes de que mi boca se llenara de aquel elixir pegajoso y caliente que, en lo más profundo del vientre de Patricia, estaba predestinado a hacer perdurar el apellido de la familia una generación más.

La boda de mi primo

Al día siguiente, en la boda, mientras bailábamos en medio del salón nupcial una de esas canciones que parecen haber sido compuestas para susurrarse al oído las palabras más dulces y delicadas, me estremecí de orgullo al sentir cómo la polla del primo E, indiferente a los nervios del día y a lo inapropiado de la situación, se endurecía y a través de la tela de los pantalones de su chaqué presionaba contra mi vientre haciéndome rememorar tantas y tantas tardes de estar juntos, desnudos, lamiéndonos todo lo que de lamible hubiera en nuestros cuerpos, entregándonos el uno al otro con el frenesí de quienes se desean más allá de lo que sería deseable teniendo en cuenta los lazos de sangre que nos unían y el terremoto que hubiera supuesto para toda la familia el conocer hasta qué punto podía llegar la pasión que sentíamos el uno por el otro.

“Me correré aquí mismo si sigues rozándome así”, me dijo E con el aliento entrecortado suplicando porque frenara la fricción que mi pubis, al vaivén de mis caderas, ejecutaba sobre sus genitales mientras bailábamos aquel agarradito.

Aquella súplica, el tono carcomido y temblón con el que salió de sus labios, me confirmó definitivamente lo que yo ya había intuido desde hacía tiempo, y era que el primo E se había enganchado al ardor incombustible de mi coño, a la estrechez trémula y quejosa de mi culo y a la sabiduría felatriz de mi boca. Después de todo, con el tiempo, E y yo habíamos pasado progresivamente de unas relaciones sexuales en las que él actuaba como amo y señor absoluto de todo lo que hacíamos (“ábrete de piernas, prima”, “trágatela toda”, “sácate las tetas”, “méteme la lengua en el culo”…) a otras en las que la iniciativa estaba compartida. Habíamos llegado a ser, en cierto modo, los amantes perfectos. Nos intuíamos. Sabíamos lo que el otro necesitaba en cada momento: tomábamos y cedíamos el control de la situación sin necesidad de pronunciar una sola palabra, las pieles parecían hablar el mismo idioma, los cuerpos parecían conocerse a la perfección. Así, tan pronto era él quien tomaba la iniciativa de ponerme a cuatro patas para lamerme el coño mientras metía uno de sus dedos en mi culo como era yo quien lo obligaba a tumbarse boca arriba para mordisquearle los cojones mientras colocaba mi chirla sobre su boca o para cabalgarlo al ritmo que mis caderas, las mismas que ahora lo estaban torturando en la pista de baile, decidieran marcar.

Yo, llegada la fecha de su boda, ya no era sólo la boca que en otro tiempo, a una orden de E, se abría para acoger la presencia palpitante e inhiesta de su polla y su esputo de lefa. Hacía ya tiempo que me había convertido en la boca que, con una especie de sonido gutural que era fruto del más intenso de los placeres, le exigía que me lo comiera todo. “Cómeme el coño, primito; lléname la almeja de saliva; rómpeme el culo; muérdeme las tetas…”, le decía yo mientras me retorcía de placer.

Todas esas órdenes habían salido de mi boca en alguna que otra ocasión durante los últimos tiempos. En ésta, mientras bailábamos entre todos los invitados a la boda y sentía, a través de la ropa, la presión cachonda e indiscreta de su rabo, la orden, procedente de un sentimiento que no sé definir si como prudencia o como temor, fue muy clara: “Guarda tu lechaza para tu mujer, marrano”, le dije. Y con esas románticas palabras, un guiño de ojos y una sonrisa que, seguramente, tenía un algo de melancólico, puse punto y final a lo que había sido una entrañable y familiar historia de deseo y de lujuria.

Ahora, cuando han pasado ya algunos años de aquellos polvos a escondidas con el primo E y la vida nos ha ido llevando a uno y a otro por donde buenamente ha querido, da un poquito de pena ver a mi primo cargado de kilos e hijos, modorro en las reuniones familiares, rojo de colesterol y arrastrando sobre copas, manteles, platos y cubiertos una mirada tristona y resignada de perro apaleado. De los cuernos que, según me han contado, luce con resignación desde que Patricia decidió trabajar en unos laboratorios del centro en los que, dicen, conoció a cierto químico de cristianísima conciencia y democrático y casi ácrata rabo, prefiero no hablar. Nunca he llevado bien eso de los nudos en la garganta, y el que se forma en la mía cuando pienso en el primo E y en su polla es de un tamaño semejante al de ese rabo que tanto placer me dio en su tiempo, es decir, bastante respetable. Al fin y al cabo, E fue el primero de todos los hombres de mi vida y eso, en cierto modo, debe honrarse como se merece y con un recuerdo especial.

Continuará