La magia del sexting

A ésta era a la imagen a la que se aferraba él, en aquella habitación de hotel, para intentar despertar la carne dormida. Pareció querer dar ésta muestras de desperezarse, de querer alcanzar la apariencia tantas veces fotografiada, ocupó algo más de espacio en la boca de ella, que empezó a sentir cómo su lengua empezaba a encontrar menos espacio en el que moverse. Él realizó dos o tres movimientos de cadera y la polla entró y salió de la boca de la mujer luchando por desembarazarse de toda memoria para convertirse en puro instinto. Pero la misma imagen que había servido para excitarla, aquella imagen de la boca de la esposa tragándose, ciega de deseo, la lechada, fue también la imagen que arruinó toda posibilidad de éxito. Aquella imagen traía en sus alforjas la carga de bromuro de la culpa y los remordimientos y la culpa hizo que aquel pene, en aquellas circunstancias, se viera condenado a una flacidez irreversible.

Se sacó ella aquel colgajo de la boca intentando en todo momento evitar su visión. Los ojos de la mujer evitaron también mirar los ojos de él. La decepción se sentía en la piel, en los pechos, en los genitales, en todos y cada uno de los rincones de su cuerpo; no hacía falta verla dibujada en pupila alguna ni escupirla desde los reproches que puede lanzar una mirada. Ella todavía consintió en que él le quitara los pantalones y le bajara las bragas. Todavía permitió que él la cogiera por las rodillas y separara sus piernas. Aún accedió a que él hundiera su cara entre ellas y que con su lengua repasara atropelladamente los labios de su vagina. Habían perdido ya éstos la cremosidad de minutos antes y la única humedad que los habitaba era la proporcionada por la saliva de él. En el atropello de aquella lengua no se intuía tanto una torpeza innata como un apesadumbrado sentido del deber, una especie de obligación que las circunstancias imponían y que debía ser cumplida más allá de lo que verdaderamente apeteciera en aquel momento. Él le comía el coño, sí, pero en los gestos y movimientos de su lengua había más de súplica de perdón que de entrega apasionada. Y eso ella lo percibió claramente. Sintió los esfuerzos de él por hacerse perdonar aquel desencanto de flacidez que había dejado la boca de ella sedienta de lefa. Sintió todo el sufrimiento de él, su lucha denodada contra sus propias culpas, su incapacidad para abandonarse al placer olvidándose de todo. El ser consciente de todo eso impidió que ella disfrutara de aquel cunnilingus como hubiera debido hacerlo.

Ni el remedo del placer ni la imitación de sus gestos servían, ya, para convocar al placer, que había quedado apartado definitivamente de aquel encuentro, perdido entre la palabrería de tantos y tantos whatsapps. Lo quiso dejar claro ella cuando, con la palma de sus manos, empujando con suavidad, apartó la cabeza de él del valle acogedor de su entrepierna. “Para, para, por favor; no sigas”. Se cruzaron cuatro excusas, cuatro intentos de desdramatizar, cuatro sonrisas de compromiso. “Quizás otro día”, dijo él. “Sí, quién sabe, quizás otro día”, apuntó ella. Y las manos de uno y otro, las mismas manos que tanto habían soñado con el tacto de la piel del otro, buscaron la ropa esparcida por el suelo y vistieron los cuerpos avergonzados. Éstos vivieron su decepción mostrando bien a las claras su premura por marchar de allí.

Lo hicieron con rapidez, despidiéndose con un par de besos y una última excusa. Regresó cada cual a sus obligaciones. El resto del día transcurrió como en una especie de duermevela. Él regresó a casa un poco más tarde de lo normal. Se excusó en un retraso del tren. Una avería; ya sabes cómo funciona cercanías. Los niños ya dormían. Se hubiera sentido mal de verdad si hubiera escuchado sus carreras por el pasillo, sus rostros iluminados por la alegría saliendo a su encuentro en cuanto hubiesen sentido el clic de la llave en la cerradura.

Se dio una ducha lenta y reparadora. Tan reparadora como reparador fue el sueño al que se entregó con abandono de náufrago. Éste le acogió en sus brazos como un viejo amigo al que hiciera tiempo que no viera. Sólo lo interrumpió un leve zumbido que llegó desde el comedor, desde la pequeña estantería del comedor en la que solía dejar el móvil. Dejó que aquel breve zumbido se diluyera entre los sonidos de la noche: un coche con la música a tope, tres noctámbulos proclamando a gritos su embriaguez y el ruido de la cadena de algún vecino.

Pero aquel zumbido quedó flotando en algún lugar de su inconsciente. Seguramente por eso, cuando se levantó a beber un poco de agua fresca, se acercó al teléfono móvil y comprobó el origen de aquel zumbido. Era un whatsapp de ella. Lo leyó con los ojos nebulosos de sueño:

“he soñado que tu polla se me ponía dura en la boca, que con mi lengua notaba todas sus venas hinchadas, que se deslizaba dentro de mi boca como algo poderoso que quisiera alcanzar el centro de mi cerebro; he soñado que me la metías hasta la campanilla y que allí descargabas toda tu leche, y que después me tumbabas sobre la cama, me abrías de piernas, me mordisqueabas la parte interna de los muslos y que, al llegar a mi coño, lo repasabas desde abajo hacia arriba lentamente, demorándote como si quisieras torturarme a base de lentitud; he soñado que llevabas uno de tus dedos a mi boca y que yo lo lamía como antes había lamido tu polla; he soñado que ese dedo mojado con mi saliva se introducía en mi culo mientras tu lengua se aplastaba contra mi clítoris y lo friccionaba arriba y abajo, estremeciéndome entera; he soñado que me dabas la vuelta, y me ponías a cuatro patas, y me lamías el culo mientras cogías un juguete que yo no sé de dónde habías sacado y, vibrante, lo metías en mi coño, que se había convertido ya en una catarata de jugos que me corrían piernas abajo; he soñado entonces que te suplicaba que me follaras el culo, que me lo reventaras, que entraras dentro de él con toda la fuerza y toda la rabia de tu polla deliciosa y dura; y he soñado que lo hacías, que me enculabas, que una lengua de fuego parecía entrar por mi culo para lamerme las entrañas enteras, que se me volvían de lava, de puro incendiadas; y que yo me corría de nuevo y me quejaba, gritaba y te insultaba, pero no era de dolor, no era de sentir tu polla horadándome sin contemplaciones el culo, sino que era un queja de ausencia, porque tu rabo había salido ya de mi culo, no estaba allí y yo lo buscaba y no lo veía, ciega como estaba de placer; y he soñado finalmente que encontraba tu rabo frente a mí, apuntando a mi rostro, ciclópeo y victorioso, escupiendo su leche sobre mis labios, mi frente, mi nariz, mis ojos, que, llenos de lefa, apenas podían ver tu cara de éxtasis y olvido, de delirio total, de hombre que acaba de ser feliz follándose a la más entregada de sus amantes”.

Él borró el whatsapp y marchó al lavabo. Allí, su mano abarcó a la perfección la dureza casi invencible de su pene erecto. Y allí, olvidado de todo, marcó el ritmo adecuado para vencer aquella dureza inoportuna y caprichosa que exigía un alivio.

Fin