Del primer beso a la primera caricia

Y ahora el placer, aquel placer intenso y nunca experimentado, era, al fin, una incógnita que les estaba esperando detrás de aquella puerta. Introdujeron la tarjeta en la cerradura y, abriéndola, entraron en la habitación. Sin duda, era una habitación inventada única y exclusivamente para la lujuria, pero no para una lujuria personal e intransferible sino para una lujuria impersonal y ramplona, estándar y desangelada. Allí, en aquella habitación de luminosidad casi de folleto publicitario y de aséptico aroma a sala de espera, lo mismo podía gozar un camionero y una secretaria de dirección que un cocinero y un ama de casa.

En cierto modo, al comprobar cómo de impersonal y anodina podía ser la lujuria que naciera y muriera en aquella habitación dejaron de sentirse tan únicos y especiales como se habían sentido cuando se habían escrito todos aquellos mensajes que les habían llevado hasta allí.

Después, cuando uno y otro hablaran de aquella cita y del placer sentido en ella lo harían comentando la experiencia de una sensación que fue, en cierto modo, una sensación compartida: la de sentir como si una especie de gel frío se deslizara de repente sobre sus pieles erizadas de nerviosismo formando sobre ellas una especie de segunda piel, un ropaje que, llegado el momento de la verdad, deberían quitar, junto al resto de las ropas, para mostrar por fin la desnudez de unos cuerpos que eran, en definitiva, los únicos que debían hablar.

Para que pudieran hacerlo en libertad, para que aquellos cuerpos que en el desconocimiento mutuo tanto se habían deseado pudieran entregarse mutuamente, había que acallar todo lo que sus mentes fueran farfullando en aquellos minutos de aproximación más o menos torpe. Para conseguirlo, para dejar a los cuerpos imponer su lenguaje, él y ella debían despojarse no sólo de los sentimientos de culpa de cada cual (ninguno de los dos era un infiel vocacional y para los dos aquélla era una experiencia completamente nueva); también debían hacerlo de las grandes o pequeñas decepciones que hubieran podido sentir al conocerse. Lo ideal, seguramente, hubieran sido unas caderas menos opulentas, una tripa menos acolchada y unas tetas menos caídas en el caso de ella. Lo perfecto, muy probablemente, hubiera sido un culo menos escurrido, una barriga menos redondeada y un pene mejor dotado en el caso de él. Pero sus cuerpos eran aquéllos y no otros y eran ellos los que debían desearse o no en aquel cuarto impersonal y frío al que habían ido a parar.

El primer beso sonó a superficial. El segundo no consiguió desprenderse del todo del aire de artificiosidad que había convertido el primero en un torpe contacto en el que las lenguas no acababan de encontrar el camino del deseo. El tercero se aventuró por las interioridades bucales de cada uno siguiendo la dirección que marcaban aquellas dos lenguas que empezaban a mostrarse ávidas y que, esta vez sí, fueron encontrando poco a poco el ritmo adecuado para bailar entre ellas y los pasos exactos del baile que debían danzar.

Fue al cuarto beso cuando las manos de uno y otro abandonaron su actitud estatutaria y empezaron a indagar en esa oscuridad que siempre imponen los ojos cerrados. Aquellas manos intentaban perfilar poco a poco la anatomía del otro, reconocerla, convertirlas lentamente en algo propio, un territorio perfecto para ser recorrido a tientas siguiendo un ritual inventado hace siglos pero que siempre sabe a nuevo. Las manos de ella, modosas, aferraron los brazos de él. Las de él, más atrevidas, fueron reconociendo la dureza de los pechos de ella. Sin duda, aquellos pechos habían dejado atrás su época de máximo esplendor, pero seguían siendo dos pechos muy apetecibles y, sin duda, sumamente sensibles. Lo comprobó él no sólo al sentir cómo aquellos pezones redondeados y grandes se endurecían amenazando con perforar la ropa del sujetador y la camiseta que ella vestía, sino al notar también cómo la boca de aquella mujer que tantas frases de fuego le habían enviado vía whatsapp se volvía puro líquido y cómo su lengua se amoldaba perfectamente a las exigencias que la suya marcaba dentro de su boca.

Los dedos de él, apresurados, se volvieron sabios de repente. Supieron perfectamente cómo quitar la camiseta que ella vestía y cómo soltar el cierre del sujetador. Lo dejó ella caer al suelo mientras sus pechos quedaban expuestos y libres, seductores, exuberantes reclamadores de una boca que les rindiera cumplido homenaje.

Llegó la boca de él puntual a la cita que aquellos dos pechos concertaban. Mientras su mano acariciaba lentamente la piel de tacto sedoso de aquellas dos redondeces blanquecinas y cálidas, su lengua jugueteó con los pezones erizados de excitación que las coronaban durante el tiempo suficiente como para que se convirtieran en dos botones durísimos que, entre sus dientes, parecían ser los interruptores que pusieran en funcionamiento la garganta de ella, de la empezó a surgir una entrecortada mescolanza de gemidos y súplicas (“fóllame, fóllame, fóllame cuanto antes; sácate la polla y clávamela hasta el fondo, quiero sentirla toda entera dentro de mí”) mientras sus manos abandonaban su recato y buscaban aquel lugar en que la masculinidad de él se debía ya hacer patente.

Encontrar aquella blandura la desconcertó…

(Continuará)