Historia erótica a modo de currículum. Segunda parte.
Estábamos a finales de curso y aquel profesor de Química me llamó al despacho para comentar un examen que, al decir de él, no me había salido todo lo bien que podría salirme. “Tú puedes dar mucho más de sí, Sandrita”, me dijo. Así que fui al despacho. Cuando estábamos allí, y tras comentar el examen, me dijo que podía recuperar la nota fácilmente y llegar al aprobado, sin tener que estudiar y sin necesidad de presentarme a los exámenes de recuperación. “Basta, Sandrita, con que me hagas una felación”. Yo, lógicamente, me quedé a cuadros. ¿Una felación? ¿Qué cojones quería decir aquello de hacer una felación? No me había mirado mucho el temario, pero no me sonaba para nada aquello de la felación. Me sonaba lo de la tabla periódica de los elementos, lo de sulfitos y lo del proceso de la electrolisis, pero lo de la felación me sonaba a chino. Así se lo hice saber: “no sé a qué se refiere, don Nicolás “. Aún recuerdo su carraspeo. Aquél era el carraspeo típico de un profesor de Química de fuera del barrio que buscaba en el diccionario una palabra que yo pudiera entender. “Sí, Sandrita, sí; un francés. Me gustaría que me hicieras un francés. ¿Sabes hacer un francés?”. Aquello sí que me extrañó. “No, don Nicolás“, le dije, “yo escogí inglés cuando me matriculé. Siempre se ha dicho que tiene más salida, ¿no?”. Aún estoy escuchando su bufido. Se había impacientado, el bueno de don Nicolás. Quizás fue su desesperación por no conseguir hacerse entender la que, al fin, le hizo encontrar la metáfora adecuada: “¡joder, Sandra, que si me comes la polla, hostias!”.
Hay gente que te sorprende. Aquel profesor de Química fue uno de ellos. Había oído historias de sexo entre profesores y alumnas, pero nunca pensé que aquel hombre tan estirado y como un poco antiguo y viejuno se jugara su trabajo por una mamada rápida en el despacho. Y podría habérsela jugado si a mí no me hubiera atraído tanto el hecho de llenar mi boca con la carne palpitante de un cipote. No sé si eso se leía en mi cara o no, el caso es que aquel profesor me sorprendió al jugársela. Aunque aquella sorpresa no fue nada comparada con la que tuve al descubrir que, debajo de aquella bata blanca de laboratorio, debajo de aquellos pantalones de tergal, bajo aquellos calzoncillos Abanderado de algodón, había una polla dura como una piedra, con venas gruesas como maromas marcadas en su superficie.
Verdaderamente, me gustó sentir aquel rabo dentro de la boca. Creo que era la tercera polla adulta que me comía y no sé si lo hice del todo bien o no (espero que esto no desmerezca en esta especie de currículum que le hago llegar y me incapacite ante sus ojos para el puesto de trabajo para el que me ofrezco), pero sí que es verdad que la respiración de don Nicolás se volvió entrecortada y que su orgasmo vino acompañado de un gruñido que más tenía que ver, creo yo, con el placer que con el disgusto.
Lo que sí que es verdad que ya no me gustó tanto de aquella sesión de sexo oral en el despacho de Química fue que don Nicolás, poco antes de correrse, me obligara a soltar aquella polla maravillosamente dura y a dejar que escapara de mi boca. Echó mano a una de las probetas que estaban allí, en una estantería del despacho de Química, y derramó el fruto de su corrida dentro de ella. La movió como solía mover las probetas en el laboratorio, cuando hacíamos una práctica, mirando aquel semen como si fuera una mezcla de cloruro de sodio y sulfito de cobre, y después la llevó a sus labios para, de un trago, ingerir todo su contenido. Como quien bebe una copa de vino, oiga. He leído que a eso de beberse el semen de una copa o un tubo de vidrio los japoneses le llaman gokkun.
Aquello, no voy a negárselo, me dio un poco de rabia. No, de asco no; de rabia. Siempre me ha gustado sentir cómo las pollas se vuelven blandas dentro de mi boca después de correrse y dejar en el interior de ella la última gota de semen que sus testículos tengan a bien fabricar. Eso es para mí un gran placer. Por eso no me gustó que aquel profesor de Química hiciera aquello. Para justificarse, me dijo algo así como que aquello le permitiría, el día de mañana, mantener su vitalidad sexual. Un flipao, el tío. El caso es que yo, debido a aquella explicación no sé si demasiado científica, me tuve que conformar con recoger con la puntita de la lengua una gotita de leche que había quedado adornando la punta de su rabo. La lefa de aquel profesor de Química sabía a medicamento. Sin duda, aquel tío raro dotado de aquella espléndida polla pasaba demasiado tiempo entre fórmulas químicas, probetas y mecheros Bunsen. En lugar de tanto memorizar las putas fórmulas y la puta tabla periódica, aquel profesor debería haber paseado más por el barrio. Eso le habría ayudado a dominar el arte de la metáfora y a conocerlo mejor. No se puede ser profesor en un barrio como el nuestro y no saber de qué tipo de barrio eres profesor.
Por ejemplo: si hubiera salido a pasear, don Nicolás habría sabido que el barrio del que era profesor era un barrio fundamentalmente obrero y que allí nadie podía permitirse grandes lujos. Por eso, quizás, la gente nos permitíamos los lujos pequeños: un porro con los amigos, una charla en el parque, una xibeca entre todos o follar cuando nos venía en ganas sin dar demasiadas explicaciones y sin andarnos con demasiados remilgos. Eso era gratis. No dependía de que no llegara un expediente de regulación de empleo que pudiera dejar a mi padre sin trabajo, abocado a la barra del bar y a mirar el culo de mis amigas olvidando que tenían la misma edad que su hija y sin reparar en que, a su vez, sus compañeros de barra, quiniela y porra, miraban mi culo, el culo de la niña de sus ojos, para después, en casa, hacerse gallardas a la salud de ese culo o follarse a sus mujeres mientras pensaban en él, en ese culo tempranero y duro que tantas alegrías me ha dado y que tanto ha disfrutado y que tanto espera disfrutar, incluso cuando mis futuros jefes, que espero que sean ustedes, me lo pidan con o sin metáforas, en la oficina o fuera, que eso poco importará, para que tomen nota.
(Continuará)