Historia erótica a modo de currículum. Tercera parte.

El barrio era eso: hombres hechos y derechos mirando el culo de las adolescentes desde la barra del bar mientras soñaban polvos imposibles, parejas magreándose en un banco del parque y follando en los coches cuando caía la noche, bocas devorando pollas en la oscuridad de los rincones de las porterías… El barrio era un sitio en el que, definitivamente, el despertar al sexo tenía lugar temprano. Y casi siempre solía suceder del mismo modo: con los primos o con algunos amigos, jugando a médicos, como quien avanza de puntillas y a ciegas por lo desconocido. Era así como descubrían las que no tenían hermanos que los chicos y las chicas no teníamos lo mismo entre las piernas.

El juego era común a casi todos (“hola, doctor; tengo un dolor aquí”); las maneras de jugarlo, particulares de cada cual. Ya desde bien pequeños se diferenciaban los estilos. Mi prima Elena, por ejemplo, siempre era de tocar. De tocar mucho. Poco antes de hacer la comunión ya descubrió que le gustaba más que nada en el mundo sentir cómo aquellos colgajitos de carne que nuestros primos y amigos más cercanos nos enseñaban bajándose los pantalones y los calzoncillos o sacándolos a través de la bragueta se ponían duros cuando sus manos los tocaban. Por eso no me extrañó verla una noche en el hueco de la escalera, junto a los contadores, pelándosela a Juanra, indiferente a si alguien bajaba o subía. No me extrañó la aplicación de mi prima ni el frenesí de su mano. Aquella era la evolución natural de aquellas manipulaciones de nuestros juegos de médicos infantiles. Sí me sorprendió, sin embargo, la manera hábil y técnicamente perfecta y rápida que empleó para bajarse los pantalones y las bragas y, dándose la vuelta y apoyándose en la pared, ofrecer su popa al ariete de Juanra.

Cuando tiempo después, apenas unas semanas, tuve la polla de Juanra metida en la boca, comprendí el porqué de aquel caminar como descoyuntado que mi prima tenía en aquella época. El bueno de Juanra, pudiendo elegir cualquiera de los dos agujeros que Elena le ofrecía con aquella postura en la oscuridad de la portería, siempre elegía el más estrecho. Comprender aquello me hizo valorar mucho más a la mosquita muerta de mi prima. Su culo, comprendí, podía devorarlo todo, absolutamente todo, si había sido penetrado por el pollón descomunal de Juanra.

Y eso que yo, hasta el día aquél en el que Juanra casi me desencaja la mandíbula con su rabo, siempre había pensado que aquella manía de la prima Elena de tirar de mano para poner a los tíos en su punto justo de calentura era una ñoñez, un desperdicio de posibilidades. Y es que, yo me preguntaba, ¿para qué coño teníamos la boca? Desde que dedicara algunas tardes de invierno de mi infancia a jugar a médicos con mi primo Ernesto, siempre había elegido la estimulación oral como método infalible para conseguir la erección de los hombres. De hecho, aún hoy me basta con pensar en una buena mamada para sentir cómo la boca se me hace agua. Los labios me arden, se me inflaman y enrojecen y la saliva fluye sin parar como si quisiera cubrir entera la polla que siempre intuyo bajo los pantalones de los tíos. Ni siquiera me excita tanto estar a cuatro patas, sintiendo en mi cintura las manos del chico de turno, intuyendo que en breve va a pegar con sus riñones el empujón necesario para clavarme su polla hasta lo más profundo de mi culo o de mi coño. La excitación que siento al llevar una polla a mis labios sólo es semejante al ardor que me sube piernas arriba cuando un hombre de verdad, de ésos que no tienen prisa ni miran el reloj ni están pensando en correrse o que te corras, me abre bien de piernas y me come el conejo a conciencia, deteniéndose con su lengua en cada rincón, estimulando el clítoris cuando debe estimularlo, metiéndome los dedos dentro de la vagina, masturbándome lenta y cuidadosamente hasta que siente en sus dedos cómo tiemblo de placer cuando me corro.

Al principio, cuando era casi una niña, cuando jugaba con mi primo Ernesto o con Miguel, el vecino del tercero, que a veces bajaba a mi casa a hacer los deberes mientras su madre y la mía se dedicaban a hacer madalenas o bizcochos, las comía porque me gustaba sentirlas duras dentro de la boca. Cuando Miguel, por primera vez, tembló ante mí, con los pantalones a la altura de las rodillas y la mano en mi nuca, presionando hacia su ingle mientras se vaciaba dentro de mi boca, supe que iba a necesitar siempre de aquel elixir que salía de la polla de los tíos para sentirme verdaderamente satisfecha.

He gozado de muchas maneras. Me han enculado mientras me metían vibradores en el coño. He saboreado la almeja de mi prima mientras su novio de entonces me la metía por detrás. He sentido cómo mi prima me comía el conejo mientras su novio se corría sobre su espalda tras sacármela de la boca. He follado con dos tíos a un tiempo que me la han metido al unísono por delante y por detrás. Todo eso lo he probado. Eso y algunas cosas más, algunas, propias del sadomasoquismo. Por eso sé que, verdaderamente, no hay nada para mí comparable a sentir cómo una polla estalla y se desinfla dentro de mi boca, llenándomela de semen. Por eso lo he practicado siempre que he podido. Por eso soy ahora una maestra en eso.

Y por eso les escribo, señores: porque estoy harta de leer algunos de sus blogs y de intuir que tras ellos sólo se esconde la mano de algún pajillero de tres al cuarto que, desde la soledad de su habitación, excitado como un mono con la visión de cualquiera de esos videos pornos que circulan por internet, se atreve a hablar del sexo oral sin haberlo probado, permitiéndose incluso la osadía de aconsejar a mujeres y hombres cómo lamer un prepucio, cómo impedir o retardar la eyaculación o cómo combinar una felación con una estimulación prostática para conseguir que el hombre alcance un orgasmo casi divino.

Si quieren mejorar la calidad de sus posts eróticos, echen a la calle a ese pajillero y tengan a bien contratarme. Lo he probado prácticamente todo. En el barrio aprendíamos a hacerlo. También aprendíamos el arte de la metáfora. Ella es de mucha utilidad a la hora de escribir. Lo habrá comprobado al leer este texto.

Fin