Un desengaño sexual. Quinta parte.

Me reconcilié, así, con mi cuerpo. Me reconcilié con mi placer. Volví a sentir el gozo de aquel hormigueo de la sangre, de aquel bullir de la entrañas, de aquel fuego trepando piernas arriba que antecede al momento único e impagable en el que todo (el tiempo y su memoria, el espacio y sus rincones) se desdibuja para dejar que en su lugar impere la dictadura única del cuerpo y su placer.

Que el placer deja su señal inconfundible en la mirada es algo que no admite dudas. Hay un resplandor en las miradas y en las pieles que sólo puede ser debido a la experimentación reiterada del placer. Brillan los ojos y brilla la piel y es en esos brillos en los que puede leerse la firma extraña e ilegible de la felicidad. La lee cada cual cuando se mira al espejo y la leen los demás cuando se molestan en prestarnos atención.

No me sorprendió tanto que mi prima Carmela la leyera (Carmela tenía fama de inteligente en la familia, no en vano había acabado Farmacia y había conseguido abrir una botica en el pueblo) como que se tomara la confianza de comentármelo de buenas a primeras una tarde en que vino a traerme unos libros a casa y me encontró sola, sentada en el butacón de mimbre de la abuela Remedios, junto a la ventana, bañada por la luz de una tarde perezosa y tibia de primavera.

Mi prima y yo habíamos pertenecido al mismo grupo de amigos en aquellos tiempos en los que Jorge y yo empezábamos aquellas relaciones que, estimuladas por la fogosidad de nuestros escarceos sexuales, iban a conducir hasta nuestro fracasado matrimonio. Carmela y yo siempre nos habíamos llevado protocolariamente bien pero nunca habíamos avanzado más allá de lo convencional en nuestro conocimiento mutuo y en nuestra amistad.

Carmela se había ganado a pulso su fama de reservada y yo siempre la había contemplado como a alguien de trato distante y, hasta cierto punto, altivo. Carmela estudiaba en la universidad de la capital cuando ninguna chica del pueblo lo hacía y siempre había parecido preferir la compañía de un libro que la de cualquiera de nosotras. Quizás por eso no extrañó a nadie que Carmela permaneciera ajena a las rutinas de las mujeres del pueblo. No se casó. No se supo que iniciara noviazgo alguno. Su vida en el pueblo se limitaba a abrir su farmacia y a acudir cada tarde a tomar un té a la cafetería de la plaza. Allá se la podía ver, sola, leyendo algún libro, esperando quizás que llegara el fin de semana para marchar a la capital, donde se decía que tenía un piso y de donde regresaba el lunes a primera hora para volver a abrir la farmacia con la misma amabilidad distante que siempre la había caracterizado. Las malas lenguas decían que si Carmela marchaba cada fin de semana a la capital era porque allí tenía un amante y que ese amante era un hombre casado, viajante de comercio, que utilizaba con su mujer las excusas de los viajes de negocios para pasar más de un fin de semana encamado con Carmela.

En hasta qué punto aquel rumor podía ser cierto pensaba yo aquella tarde, sentada en la butaca de mimbre de la abuela Remedios, mientras miraba los libros que Carmela iba dejando sobre la mesita redonda que había junto a la butaca. Fui leyendo poco a poco los títulos de aquellos libros: El amante de Lady Chatterley, Historia del ojo, Delta de Venus, Sexus, Fanny Hill, Historia de O, La venus de las pieles, Los 120 días de Sodoma…

Carmela, al igual que había sabido leer cómo mi mirada había ido experimentando una notable mejoría desde mi llegada al pueblo, supo leer la sorpresa pintarrajeada en mi mirada.

-Pensé que te gustaría tener este tipo de libros precisamente ahora.

-¿Por qué precisamente ahora?, ¿qué quieres decir? –le pregunté.

-Puedo intuir aproximadamente cómo llegaste aquí y sé ver cómo vas cambiando. Tu mirada no puede ocultarlo. Ese brillo…

Fue entonces cuando me explicó su teoría del brillo de la satisfacción sexual reflejado en la mirada. “Tú lo tienes”, me dijo. “No sé de quién se trata, no sé quién te hace ver las estrellas en este pueblo, pero quiero que sepas que me parece bien. Hay que olvidar todo lo que nos enseñaron. Ese placer es lo que nos llevamos puesto, prima. A veces lo despreciamos u obviamos y, al hacerlo, dejamos que se nos vaya escapando la vida de una manera tonta. Estos libros pueden ayudarte a vivir mucho más intensamente todo lo que seguro que ya estás viviendo”.
Me reí. Me reí con ganas como hacía tiempo que no me reía.

-Joder, prima. Que no sabes quién es, que no sabes quién es… Claro que lo sabes. ¿Te acuerdas de cuando íbamos a casa de la abuela Remedios a hacer madalenas? ¿Te acuerdas de cómo la abuela alababa el arte que teníamos al amasar la masa con la que hacíamos aquellas madalenas tan dulces y tan buenas? ¿Todo era cuestión de dedos, verdad? Pues ahora lo mismo. Si algún placer experimenta mi cuerpo, Carmela, es el que me proporcionan éstos.

Hice teclear a mis dedos unas teclas imaginarias que flotaran en el aire mientras contemplaba los ojos sorprendidos de mi prima. Le conté cómo había empezado todo con Jorge, aquellas viejas noches de felaciones y cunnilungus por los huertos, la lucha por mantener la virginidad pese a la intensidad de mi deseo, el placer de sentir mi boca llena de semen cuando Jorge se corría dentro de ella, el delirio de su lengua recorriendo la hendidura fogosa de mi coño, el gozoso dolor de mis pezones endurecidos y atrapados por los dientes de Jorge, su petición de matrimonio, mi aceptación, los polvos inconclusos, las ansias no satisfechas, el semen frío de la insatisfacción corriéndome piernas abajo, la separación, la falta de seguridad, la sensación de estafa, la contemplación de la rutina familiar de mis padres, la estampa de mi madre, mi rebelión, el retorno a la masturbación como camino para buscarme y encontrarme y saber que mi coño estaba hecho para gozar o, cuanto menos, para luchar por el gozo.

-Seguramente esos libros me vendrán bien, Carmela –le dije-. Me estoy recomponiendo. Quizás me equivoque, pero ahora, para mí, no hay mejor camino que el de experimentar ese placer que creía perdido. Me masturbo dos o tres veces al día. De hecho, poco antes de que llegaras me he masturbado. Aquí mismo. Mis flujos deben haber impregnado este cojín que antes protegía el sillón de mimbre y que ahora deberé echar a lavar. Le diré a mi madre que se me ha caído un poco de té.

-Quizás no haga falta –me dijo mi prima esbozando una sonrisa que era algo así como el bosquejo mal resuelto de una sonrisa de mujer a vueltas de todo-. Tal vez no hayas dejado rastro alguno y no haga falta lavarlo. ¿Me dejas comprobarlo?

En su mirada había un tono de súplica que yo nunca hubiese creído posible en Carmela y que desmentía aquella sonrisa falsamente segura de sí misma y defectuosamente provocativa que pretendía lucir.

-Adelante –le dije, y Carmela llevó aquel cojín hacia su nariz y comenzó a olisquearlo. Lo hacía con inspiraciones hondas y los ojos cerrados. De golpe, una sonrisa lúbrica y satisfecha se dibujó en sus labios. Su olfato había capturado la presa deseada. Fue entonces cuando Carmela abrió las piernas todo lo que le dieron de sí los reposabrazos del sillón en el que, frente a mí, estaba sentada. Yo, desde el sillón de mimbre, pude observar el triángulo blanco y algodonoso de sus bragas, relucientes en aquel espacio oscuro y seguramente húmedo que hasta entonces había ocultado, como quien oculta un tesoro, aquel vestido floreado que mi prima llevaba aquella tarde. Su mano derecha, la que no sujetaba el cojín, se aventuró bajo sus bragas moviéndose bajo ellas con una morosidad exasperante. Debía ser aquella morosidad, precisamente, la que manipulaba a su antojo la respiración de mi prima, que se fue volviendo cada vez más agitada.

También la mía lo fue haciendo. Me excitaba contemplar cómo mi prima apretaba los dientes mientras sus dedos se paseaban por los rincones de su intimidad y entreabría los labios y dejaba ir su cabeza hacia atrás alejándola de aquel cojín que le había permitido inhalar el aroma salino de mi coño.

(Continuará)