Infidelidad lésbica

“Quedé exhausta y feliz, más feliz de lo que había quedado nunca con aquel noviete que, en los tiempos de instituto, se había limitado a servirse de su mano para, de una forma precipitada y en cierto modo violenta y torpe, frotar y frotar mi coño sin atender a las normas básicas de la estimulación progresiva y placentera hasta que un sucedáneo de orgasmo (ahora sabía lo que era un orgasmo como Dios manda) me hacía cerrar las piernas para sentir cómo mi coño palpitaba sobre los dedos de aquel adolescente que seguramente después, en la oscuridad de su cuarto, se masturbaría mientras buscaba en las yemas de sus dedos un rastro del aroma y del sabor de aquel coño que se había licuado sobre ellos en la oscuridad de una portería o entre las sombras del parque”.

“El beso dulcísimo que Susana dejó en mis labios me resucitó. Sentir en sus labios el sabor de mi coño me inyectó las ganas que necesitaba para intentar devolver a Susana, en aquel mismo momento, el placer que ella me había dado. Fue ella ahora la que se tumbó sobre la cama, ella quien se abrió de piernas, ella la que ofreció la imagen maravillosamente excitante de su coño abierto de par en par para todo lo que lengua y mis dedos quisieran hacer con él. Adoré su pubis recortado, la redondez magnánima de sus pechos, la erecta y oscura altivez de sus pezones, la humedad salina de su coño. Hundí en él la lengua como alguien que hubiera atravesado un desierto habría hundido su cabeza en un cubo lleno de agua. Libé. Libé el néctar maravilloso y embriagador que manaba de aquel coño que, en mi boca, se volvía agua pura. Presioné con mi cabeza sobre aquel coño delicioso y ardiente mientras intentaba convertir mi lengua en una polla que, dura, intentara llegar hasta las profundidades más hondas de aquella sima que parecía estar hecha para disfrutar de los más grandes placeres”.

“Susana me cogió por el pelo y, moviendo las caderas, consiguió que mi lengua, inexperta en aquellas lides, llegara a aquellos puntos de sus labios vaginales a los que ella quería que llegase. El ritmo de sus caderas se fue haciendo progresivamente cada vez más acelerado y de golpe, mientras los muslos de Susana se crispaban y sus glúteos se alzaban en el aire, contraídos y duros, como si la sábana ardiera, sentí como una catarata de fluidos me llenaba la boca mientras la carne excelsa de aquel coño palpitaba en ella como podría hacerlo un corazón desbocado”.

“Aquella fue la primera vez de otras muchas. Nos convertimos en amantes, en amantes locas y desenfrenadas. Nuestros cuerpos exigían gozo y allí estábamos las dos, entregadas a un sacerdocio lésbico, dispuestas a darnos todo el placer que fuéramos capaces de imaginar y buscar. Pide y te será concedido, parecíamos decirnos cuando, desnudas, nos entregábamos a nuestros rituales de lujuria y deseo. Me encantaba devorar el coño de Susana, sentir sus flujos en mi boca, embriagarme con ellos, pero también me gustaba sentir el estremecimiento de su ano cuando mi lengua lo lamía mientras mis dedos entraban y salían de un coño que parecía no tener barreras a la hora de lubricarse. Experimentamos con dildos, con vibradores”.

“El mundo vegetal también nos proporcionó grandes posibilidades de experimentación. Los calabacines se convirtieron en nuestros amigos; los pepinos supieron de la creciente humedad de nuestras almejas. Nos follamos la una a la otra sirviéndonos de los más sofisticados arneses que encontrábamos en el mercado. Yo me ponía a cuatro patas y Susana, desde atrás, me follaba como lo hubiera hecho el mejor de los machos; la mayor parte vaginalmente, en ocasiones por el culo. Susana prefería abrirse de piernas para que yo, sujetando sus rodillas, metida entre sus piernas, la follara mirándola a los ojos. Ella, mientras tanto, clavaba su mirada en el bamboleo de mis tetas mientras yo la penetraba y marcaba un ritmo a menudo alocado con mi pelvis. Decía que le gustaba ver cómo mis tetas se bamboleaban mientras mi polla artificial entraba dentro de su coño como un ariete que, al contrario que una polla, nunca iba a desfallecer en su empeño de conducirla hasta el más intenso de sus éxtasis. A menudo, mientras la penetraba así, Susana elevaba sus manos, magreaba mis tetas, las amasaba, pellizcaba mis pezones. En otras ocasiones juntábamos nuestros coños y los frotábamos el uno contra el otro como si deseáramos que ambos se fundieran y quedaran convertidos en uno solo”.

“No teníamos normas. No teníamos obligaciones. La palabra compromiso no tenía sentido para nosotras. O eso, al menos, fue lo que quisimos creer durante todo el tiempo que duró aquel delirio de sexo que Susana y yo vivimos durante unos meses. O, para ser más exactos, eso fue lo que yo quise creer, lo que yo misma me dije que creía y aceptaba: que no teníamos compromiso alguno. Que no nos exigíamos ningún grado de fidelidad. Que cada una de nosotras sólo estaba comprometida con el propio placer y que sería el hacer lo posible por procurarse éste la única norma a la que debíamos obedecer. No tardé en comprobar que, en ese sentido, la liberación mental de Susana respecto a conceptos como fidelidad o compromiso era mucho mayor que la mía. Yo, en cierto modo, no me había liberado, mentalmente, de la necesidad de establecer un compromiso con la persona con la que me acostaba. En definitiva: que, sin darme cuenta, me había enamorado de Susana”.

“Un día llegué a casa. Nada más abrir la puerta escuché los gemidos de placer de mi amiga. Me llegaban, como una ofensa que atravesara todo el piso, cargados de impudicia, rotundos e insultantes. Supe que no debía entrar en la habitación de la que procedían. Susana nunca había gemido así al masturbarse. Sólo cuando me la follaba por el culo con mi polla artificial de silicona que habíamos elegido en un sexshop online Susana gemía de aquel modo que parecía estar más allá de toda contención”.

“Al abrir la puerta de aquella habitación lo primero que encontré fue el rostro desencajado de mi amiga. En él se mezclaban el dolor y el placer esbozando los rasgos de un éxtasis obscenamente místico. Susana parecía transportada más allá de las fronteras de la realidad. Hundía la cabeza en la almohada, la agitaba como si de una gorgona repentinamente enloquecida se tratara, se mordía los labios, ponía los ojos en blanco, sollozaba, sonreía como pueden sonreír quienes están cruzando los umbrales de la gloria…”.

(Continuará)