Futbol y Lesbos

Con esa sonrisa franca y resplandeciente, con esa sonrisa que parece brotar del centro mismo de sus entrañas, Marta me expresa hoy lo mismo que me expresó con palabras aquel primer día en que invitamos a Víctor y a Edurne a cenar en nuestra casa. Ellos ya habían marchado cuando Marta, acariciándome el cabello, dejando en mis labios un beso dulcísimo, me dijo:

-Muchas gracias por la noche que me has regalado, amor. Por un momento, cuando abriste la puerta y nos viste, pensé que todo había terminado para nosotros.

Aquella noche, mientras hablábamos de todo lo que había sucedido, confesé a Marta la verdad. Y la verdad era que había estado a punto de mandar nuestra relación a paseo cuando Víctor y yo volvimos a casa después de ver en el bar de la esquina el partido que Barça y Madrid jugaron aquel día en que habíamos quedado para cenar, pero que algo dentro de mí me había dicho, desde el primer momento en que habíamos hablado con Víctor y Edurne en Túnez, que aquello que al final había pasado podía llegar a pasar algún día, y que ese pensamiento o casi imperceptible señal de aviso que había sobrevolado mi imaginación como una golondrina pasajera aquella noche en Hammamet, al parecer había quedado enterrada en algún lugar de mi inconsciente bajo capas de olvido o indiferencia, inmunizándome contra todo lo que un día pudiera pasar, preparándome para aceptar lo que en un principio podría haberme parecido inaceptable. Aquella noche, mientras hablábamos, abrazados y desnudos, de todo lo que había sucedido antes, durante y después de la cena, di gracias a Marta por estar en mi vida, por darle color, por ayudarme a ser otro hombre, mucho más libre y, por supuesto, mucho más feliz.

Y eso que cuando ella y Edurne escogieron la fecha de nuestra cena no lo dudé un instante a la hora de expresar mi malhumor. Yo suelo delegar esas cuestiones en Marta y pocas veces pongo algún tipo de objeción a si quedamos con estos o con otros tal o cual día, pero escoger para la cena el mismo día que jugaban el Barça y el Madrid el partido de la primera vuelta de la Liga me parecía una elección, por decirlo suavemente, desacertada. A Víctor, según me confesó, le había sucedido otro tanto. ¡Mira que hay fines de semana para poner una cena como para hacerlo el día que juegan el Barça y el Madrid!

-Pues iros a ver el partido juntos mientras nosotras preparamos la cena y hablamos de nuestras cosas.

La propuesta, en ese sentido, era inobjetable. Sí: Víctor y yo podíamos compartir nuestros nervios viendo el partido en el bar de la esquina. El partido comenzaba a las siete de la tarde. Es decir: acabaría cerca de las nueve. Una buena hora para, juntos ya los cuatro, tomar un aperitivo pre-cena en nuestra casa.

Del partido poco hay que decir. Ahí están las crónicas para hacerlo. Ganamos 1-0 con gol de Ibrahimovic. Aún no lo sabíamos, pero aquélla acabaría siendo la segunda Liga que el Barça ganaría con Guardiola de entrenador. Víctor y yo sufrimos juntos en el bar del barrio al que suelo ir a ver los partidos y celebramos con un abrazo el gol del sueco. Durante el partido tomamos unas cuantas cervezas. Volvimos a casa con la sonrisa pintada en los labios. Era una sonrisa de satisfacción futbolera pero, también, un poco, de inicio de lo que, de seguir a ese ritmo, podía convertirse en una notable borrachera. Pero la sonrisa se nos congeló en la cara (al menos a mí) cuando entramos en el salón de mi casa.

Lo primero que distinguí desde la puerta entreabierta del salón fue el culo desnudo y perfectamente reconocible de mi mujer. Lo hubiera distinguido entre un millar de culos. No en vano lo había lamido un sinfín de veces y había entrado en él otras tantas. Siempre me había gustado su acogedora estrechez, el modo de palpitar alrededor de mi polla cuando lo penetraba. Ahora lo tenía allí, en pompa, ofrecido, sujetas sus nalgas por las manos de una Edurne que, tumbada boca arriba y con la cabeza metida entre los muslos de mi mujer, saboreaba la almeja exquisita e insaciable que Marta tiene entre las piernas. Mi mujer, al mismo tiempo, y tumbada sobre Edurne, hundía su lengua y sus dedos en la chirla de su amiga, que no tardó en abandonar su tarea devoradora (a la vista quedó entonces el coño de mi mujer, sus labios inflamados, aquella impudicia roja y brillante del color del coral) para comenzar a emitir unos gemidos que después he llegado a conocer bien y que siempre he asociado a los gemidos que deben anteceder a todo desfallecimiento.

Las muy marranas estaban disfrutando de lo lindo. Mi mujer meneaba sus caderas para que la lengua de Edurne se adaptara bien a la hendidura húmeda y ardiente de su coño y uno de los dedos de Edurne entraba y salía del culo de una Marta que, frenéticamente, frotaba el clítoris de su amiga, que, desbordada por su propio placer, se corría como una chota en celo, incontenible y copiosa.

(Continuará)