La primera vez con R

La primera vez que toqué la polla de R parecía un pajarillo asustado. Le hice venir a mi despacho para comentarle un trabajo que yo misma había encargado, maliciosamente, sobre el David de Miguel Ángel. Me costó poco llevar la conversación hacia donde me interesaba: hacia el tamaño de los genitales del bello macho que Miguel Ángel había esculpido sirviéndose de un impresionante bloque de mármol de Carrara.

“La escultura es muy bella, sin duda”, dije, “¿pero no crees que Miguel Ángel podía haberse mostrado un poquito más generoso al esculpir los genitales del rey David?”.

R no contestó. Se limitó a sonreír un poco y a lucir un rubor ciertamente encantador. A mí, al menos, así me lo pareció. De hecho, me enardeció y de qué manera el contraste entre el frío acerado de sus ojos grises y el rosáceo de sus mejillas ruborizadas. Tanto, que me sentí humedecida de repente. Y con ganas de polla.

“Seguro que tú los tienes más grandes”, le dije. Y entonces aquel rubor que, como una suave pincelada, había manchado las mejillas de R, se volvió puro carmín. A ello colaboró, sin duda, el que mi mano estuviera ya, libre y desinhibida, desvergonzada y audaz, sopesando el tamaño de aquellos genitales adolescentes que, bajo los calzoncillos y los tejanos de R, parecieron encogerse de repente. Bajé su cremallera e, introduciendo mi mano por ella, metí mi mano bajo sus calzoncillos. La respiración de R se aceleró. Parecía como si todo el aire de aquel despacho no bastara para llenar sus pulmones. Seguramente, la mía era la primera mano de mujer que tocaba sus testículos desde que su madre, siendo niño, lo bañara y duchara. Yo, intentando calmarlo, le acaricié, con mi mano libre, la mejilla. Y le besé suavemente en los labios. “Tranquilo”, le dije; “no te preocupes por nada. Déjate hacer”.

Y él, mientras su polla iba ganando volumen en mi mano, se dejó hacer. Me arrodillé ante él, aflojé su cinturón, desabroché el botón de sus jeans, los bajé junto a su slip y, por vez primera, me enfrenté a la visión de lo que, con el tiempo, ha acabado convirtiéndose en uno de mis manjares más anhelados.

Su polla estaba todavía a media asta, pero ya lucía morcillonamente bella. El glande empezaba a superar las fronteras de un prepucio que empezaba a retraerse para dejar que asomara aquella carne tan delicada y que mi lengua con tantas ansias quería lamer. Aquella polla que poco a poco se iba desembarazando de su flacidez parecía debatirse entre el deseo y una mezcla de vergüenza y miedo que le impedía, de una vez por todas, avanzar decididamente hacia una erección sin paliativos ni complejos.

Pensé que, seguramente, aquella pollita inexperta y arrugada necesitaba un leve empujoncito de ánimo para echarse a volar. Decidí que fuera mi lengua quien se lo diera. Con la palma de la mano pegué aquella polla morcillona a su vientre y, al hacerlo, dejé al alcance de mi lengua unos testículos que me gustaron por dos motivos: por su tamaño nada despreciable y por su carácter lampiño. Fuera a consecuencia de la depilación o bien por motivos genéticos y naturales, aquellos cojones no tenían ni un solo pelo en toda su extensión. Eso me gustó mucho. No soy mujer que le haga ascos a ningún cojón si el tipo que los pone al alcance de mi boca me gusta; pero lo cierto es que prefiero los testículos depilados, los huevos pelones que pueden meterse en la boca como un caramelito sin que para ello una tenga que sentir en la lengua las cosquillas no siempre divertidas de uno de esos feos pelos genitales que a veces parecen alambres indecisos, pelos que se hubieran puesto a crecer sin saber muy bien qué camino emprender para hacerlo.

Esos son los testículos que a mí me gustan. Y los de R son de ésos. Fue un placer lamerlos mientras, con la palma de mi mano, sujetando su rabo sobre su vientre, notaba cómo éste iba ganando tamaño. Lo hizo del todo cuando, lentamente, fui ascendiendo con la punta de la lengua por el tronco de aquella polla que tanto placer me iba a proporcionar en el futuro mientras con una mano masajeaba los testículos del pobre R que, con los ojos cerrados, notó cómo mi boca se cerraba en torno a su rabo, cómo mi lengua jugueteaba con su glande, cómo mi cabeza iniciaba lentos movimientos hacia delante y hacia atrás.

Lo intuí. Intuí con la maestría de la experiencia el momento mismo en que el semen fabricado en sus testículos, aquél que en aquel momento debía estar en ebullición dentro de sus pelotas, iniciaba el camino que debía llevarlo desde ellas a mi boca. Fue aquél el instante que elegí para, agarrando sus pelotas, tirar de ellas como si deseara arrancárselas. Eso, combinado con que la saqué de mi boca, puso paz momentánea en aquella polla que, ahora sí, lucía completamente erecta, esplendorosa y brillante por el efecto de mi saliva. Ésta hacía brillar las venas de aquel cipote que temblaba de excitación deseando que por fin llegara el momento del alivio.

No tardó en llegar cuando, soltando los testículos y aferrando el cipote de R, empecé a masturbarlo con la mano mientras, con la punta de mi lengua, lamía aquel glande que había ido cogiendo un color progresivamente amoratado. Cuando presentí la llegada de su orgasmo, y temiendo que el fruto de su eyaculación pudiera derramarse sobre algunos de los papeles que había sobre la mesa, sobre la mesa misma o, en el peor de los casos, sobre mi ropa, metí mi mano entre los muslos de R, cogí sus nalgas, presioné sobre ellas hacia mí, introduje toda su polla en mi boca y recibí, con el coño completamente empapado, la lechada de R en mi garganta.

Me supo a gloria tragarme toda aquella leche y también mirar los ojos nublados por el placer de R. En ellos flotaba ese lamparón de desamparo y orfandad de quien, recién regresado de ese instante en que la conciencia se deshilacha y nos hacemos puro pálpito, lamenta el que todo haya terminado.

Él, inexperto, no podía intuir entonces que lo que allí había sucedido no era el final de nada sino el principio de todo.

Continuará