La primera vez
Aturdido, sin saber qué debía hacer, R sintió cómo yo le cogía la mano y la llevaba bajo mi falda. Dejé que notara en cómo la humedad de mi entrepierna traspasaba la finísima tela de mis bragas, cómo las empapaba. Guie aquella mano temblorosa para que se metiera debajo de ellas. Noté la caricia lentísima y tímida de su mano, su viaje explorador, el tono interrogador de unos dedos que, inexpertos en esas lides, que no sabían exactamente qué hacer.
“Yo te la he comido y creo que te ha gustado. Creo que ahora lo justo es que me lo comas tú a mí, que lo recorras con tu lengua, que me metas los dedos mientras me lo chupas. ¿No crees?”. Eso le dije mientras, con su mano todavía metida bajo mis bragas, le mordisqueaba suavemente la oreja, le acariciaba el cuello y, con la mano libre, le sobaba suavemente las pelotas.
Saqué su mano de debajo de mis bragas, me las bajé y, subiéndome la falda, me tumbé sobre la mesa de mi despacho. La mirada de R no podía apartarse de la ofrenda que yo le estaba ofreciendo.
“No lo mires tanto y cómetelo, R. Ya verás cómo te gusta”.
Siempre se había comportado como un buen alumno en clase y esta vez, en mi despacho, no fue una excepción. Se arrodilló ante mí, puso instintivamente sus manos sobre mis muslos, acercó su boca a mi coño y, con una delicadeza extrema, recorrió sus labios, de abajo hacia arriba, con la punta de su lengua. Si no me corrí en aquel mismo instante fue de puro milagro.
Estaba muy cachonda, sí. Me había puesto así el ver en sus ojos el color de los ojos de K y también el sentir en mi boca cómo R se había desecho de puro placer. Necesitaba poco para correrme y la lengua de R se movía de una manera instintivamente sabia. Lo que había sido inicial timidez se había transformado en una especie de torbellino que parecía querer sorberme hasta las entrañas. Notaba cómo la pasión se había desatado en él por la fuerza con la que se aferraba a mis muslos. Yo lo cogí por el pelo y lo obligué a no separa ni un momento su lengua de mi coño. Éste palpitaba como un corazón desbocado. Él colocó su lengua sobre mi clítoris sin saber muy bien lo que estaba lamiendo y yo, entonces, apretando con mis caderas hacia arriba, presionando con mi pelvis sobre su mandíbula, lo froté sobre ella impidiendo que su lengua pudiera huir de aquel territorio incandescente.
Sentí un calambre que partía desde el centro mismo de mis entrañas. Sentí que un fuego abrasador se apoderaba de todo mi cuerpo. Sentí que me licuaba, que me vaciaba. Sentí cómo mi coño, trémulo, se vaciaba de lava.
Él se incorporó, maravillado, entre mis piernas. Vi su mirada alucinada, su bella y excitante mirada color acero, aquella mirada que tanto me había llamado la atención en el aula, la que me había reclamado como una predestinación, la que me recordaba a K.
Hubiera seguido mirando aquellos ojos horas enteras, días enteros, pero fue otra cosa la que en aquel momento me llamó la atención. Y de qué manera. Hablo, claro está, de aquel cipote adolescente que parecía inasequible al desaliento y que, habiéndose repuesto de mi mamada, había recuperado su erección (¡bendita juventud!) y buscaba desesperadamente dónde alojarse.
“Metémela”, le dije, con la voz ronca de excitación: “fóllame, R; fóllame”.
Y R se acercó a mí y, dejándose guiar por mi mano, obediente y aplicado, me la metió con una suavidad y una lentitud exasperantes. Entró en mí como quien entra en un templo, con respeto, reverencial, humilde. Y con esa humildad y con los ojos cerrados dejó que el calor de mi coño envolviera aquel bello cilindro de carne festoneado de venas, tomó aire para acostumbrarse a aquel calor y, tal y como había entrado, lentamente, empezó a moverse dentro de mí. Imagino que R luchaba con todas sus fuerzas contra el cúmulo de sensaciones que debían envolver en aquel momento su polla y que debían tenerlo al borde de la eyaculación.
De vez en cuando R se quedaba completamente quieto, con los ojos cerrados, respirando profundamente, temeroso de que cualquier movimiento hiciera venir a la punta de su rabo el semen que pondría fin a aquel momento mágico que estábamos viviendo. Después, cuando recuperaba el dominio sobre sí mismo, volvía a moverse, de nuevo lentamente, y mi coño volvía a disfrutar del gozo de sentir cómo aquel pedazo de carne se movía dentro de él como un émbolo, cómo se deslizaba entre unas paredes empapadas y palpitantes que lo acogían como una bendición y que sintieron de golpe cómo a R el deseo se le estaba volviendo incontenible.
Fue entonces cuando sus golpes de riñón empezaron a volverse más firmes, más decididos, quién sabe si también más desesperados. Quizás en aquellos pollazos decididos de R había ya una rendición, un negarse a seguir luchando contra lo que debía ser, al fin y al cabo, un alivio fisiológico.
R, imagino, debía sentir la necesidad de aliviar la quemazón que debía arder en sus cojones, y, dejándose guiar por el instinto, empezó a percutir dentro de mí con más decisión, más fuerte, con un ritmo más acelerado. Para conseguirlo más fácilmente buscó un punto de apoyo y lo encontró echando mano a mis piernas y, tomándome por las corvas de mis rodillas, levantándolas y abriéndolas hasta dejar mi coño completamente expuesto, condenado (¡qué verbo más inapropiado!) a los golpes de su polla.
Agarrado a mis corvas, R encontraba la sujeción necesaria para dar mayor seguridad a sus movimientos de entrada y salida, y su polla, así, entraba hasta lo más profundo de mí. R percutía y percutía mientras respiraba cada vez más aceleradamente. Su frente, perlada de sudor, presentaba, en forma de arrugas, la prueba del esfuerzo que estaba realizando para prolongar aquel instante mágico.
Pero ya no había retorno. R se había encerrado en sí mismo y andaba, única y exclusivamente, a la caza de su placer. Eso, en cierto modo, fue lo que más me excitó en aquel momento. Observar su deseo desbocado, el modo en que éste le había hecho romper todas las barreras de su vergüenza y le había hecho suyo. No me gusta quedarme a medias, claro, pero me cansan los hombres que se están autoexaminando mientras follan, que se angustian por estar o no a la altura, que se plantean el coito como un examen que hay que aprobar, que son incapaces de olvidarse de todo para abandonarse apasionadamente a sus instintos; los hombres, en definitiva, que a cada momento te preguntan qué sientes. Eso me enfría mucho, que me pregunten si lo están haciendo bien. Fóllame, coño, y no me preguntes. Reviéntame el culo. Si me haces daño ya te lo diré, joder, no hace falta que tú me lo preguntes cada vez que me la clavas con lo que tú crees que es indómita fiereza.
Continuará