Una compañera de piso lesbiana
Miré de reojo a Víctor y no encontré en él rastro alguno de sorpresa. La mía, por su parte, había brotado salpicada por un espumarajo de enfado que no tardó en diluirse en el agua fangosa de los recuerdos. De entre todos esos recuerdos, fragmentos de todos aquellos años en común, me vino a la memoria uno que me hablaba de los primeros tiempos junto a Marta. Había sido poco después de follar, apresuradamente, por vez primera y mal, en el asiento trasero de su coche, en un rincón oscuro de Montjuïc. Había tenido bastantes problemas para colocarme el condón y de la duración del polvo prefiero no hablar. Tampoco hay que autoflagelarse así como así. Por suerte, Marta me dio una segunda oportunidad unos días después, en el pequeño estudio en que yo vivía entonces. Y esa vez fue mejor. O, al menos, fue todo lo mejor que era necesario que fuera para que Marta, más experta que yo en esas lides del sexo, pensara que yo, un día, podía llegar a ser el amante que ella necesitaba a su lado para sentirse una mujer sexualmente satisfecha y emocionalmente feliz.
Aquella tarde, la de la segunda oportunidad, fue una tarde liberadora para mí. Por fin pude despojarme de mi vergüenza y reconocer a Marta sin disimulo alguno mi inexperiencia sexual. Ahora pienso en que mi confesión era redundante: no hacía más que repetir lo que ya habían proclamado cada una de mis caricias y cada uno de mis besos. Marta, haciendo probablemente uso de esa arma tan efectiva que, en boca de una buena persona, suele ser la mentira piadosa, me dijo que ella, en el fondo, en el fondo, (vale, sí, en el fondo, pensaba yo, pero, ¿dónde está el fondo, guapa?) tampoco tenía tanta experiencia sexual como yo podía pensar. “Al menos, con los chicos”, dijo. Y ahí fue donde ella, ante mi disimulado asombro, empezó a contarme su experiencia con Susana, una amiga de su misma edad con la que había compartido piso cuando estudiaba Periodismo.
“Yo, hasta entonces”, me dijo, “sólo me lo había hecho un par de veces con un compañero de instituto. Nada del otro mundo: alguna que otra paja, un par de mamadas y un polvo mal pegado en casa de sus padres. Nada que me hubiera hecho estremecer. El placer sexual compartido era todavía un misterio para mí. Eso sí: sobre el placer en solitario lo sabía casi todo. En aquel tiempo, cuando conocí a Susana, me masturbaba como una loca. A cualquier hora. No podía evitarlo. No deseaba a nadie en particular (o, mejor dicho, no quería nada con nadie en particular) pero parecía que el deseo me había escogido a mí para tenerme siempre con los pezones de punta y el coño empapado. Acababa de empezar la carrera y vivía con Susana y Sandra en un piso de estudiantes. Las tres nos llevábamos bien. Sandra estudiaba Derecho y solía pasar las horas y las horas encerrada en su habitación. Era buena chica, pero muy reservada. Cuando salía siempre era para ir al cine, al teatro, ver alguna exposición o para acudir a la biblioteca de la Facultad. Un coñazo de tía, vamos. Yo congenié mucho más con Susana. Susana era pura vitalidad. Parecía que tenía energía suficiente como para vivir tres vidas. Entraba a cualquier hora, salía a cualquier hora, no se agobiaba cuando llegaban exámenes… Aún no entiendo cómo pudo acabar la carrera. Psicología. Eso sí, creo que no ha llegado a ejercer nunca. Por lo que me han contado amigos comunes, trabaja para una productora de televisión”.
“Sucedió una de aquellas noches locas en que salíamos con los amigos de mi facultad o de la suya. En este caso era con mis compis de Periodismo. Susana se apuntó a última hora. ¿Te importa si voy contigo?, me dijo. ¿Por qué habría de importarme? Anda, vente. Menos mal que vino. Ella salvó la noche. Demasiada conversación sobre política. Demasiado tono pretencioso. Al final quedamos ella y yo a solas, con un puntito muy divertido y una botella de vino por terminar. Los demás se habían ido yendo a cuentagotas. Incluso Ramón se había marchado, rendido y desanimado, después de haber estado toda la noche calentándome la oreja con sus piropos. A la que pueda, ése te la clava hasta la bola; me dijo Susana. Me hizo reír, pero la risa no brotó con la suficiente fuerza como para imponerse al tono bermejo que se había apoderado de mi cara y que no había pasado desapercibido para Susana”.
“¿No me dirás que eres virgen?, me dijo. Yo agaché la cabeza y dije: no, virgen no… pero casi. Si en aquel momento Susana hubiera reído yo la habría odiado durante toda mi vida. Pero Susana siempre se había comportado conmigo como una tía legal. Buena gente. Comprensiva. Una tía que sabía empatizar con los demás.
“‘¿Tropezaste con un inútil?’, me preguntó. ‘Bueno’, le dije, ‘tampoco quiero ser demasiado dura con él; vamos a decir mejor que no era mi tipo o que yo entonces no estaba demasiado preparada para estar con un tío o para disfrutar del sexo. Quizás lo hice un poco por obligación, porque todas mis amigas iban ya contando que ya se habían estrenado y yo no quería estar en el furgón de cola’, le dije. ‘¿Y ahora sí lo estás?’, me preguntó. ‘¿El qué?’ ‘Preparada’. ‘No lo sé’, contesté: ‘lo que sí sé es que voy caliente como una perra, pero parece que me esté reservando para alguien porque no veo a ningún tío con el que me apetezca irme a la cama, la verdad. No habrá llegado mi hora’”.
“Yo misma me asombré de mi propio lenguaje y de mi sinceridad. Ahora la risa de Susana sí brotó como una cascada, refrescante y desdramatizadora. ‘No hace falta que lo jures. El otro día te oí en la ducha. Mira cómo está gozando la zorra de Martita’, me dije. ‘Pero no te pongas roja, anda. Si te sirve de consuelo, yo podría llamarme, sin mayores problemas, la gran masturbadora. Me hago pajas con los dedos, con un vibrador que compré no hace mucho, a cuatro patas, en la ducha, en el lavabo de la facultad… Hasta con un pepino llegué a hacerme una paja cuando aún no había comprado mi juguetito. Por intentar cosas nuevas, hasta he intentado doblarme sobre mí misma para lamerme el coño. Creo que, si en lugar de tener una chirla, hubiera tenido una polla, lo habría logrado. Una pena no alcanzarnos, porque, no sé si lo sabes, pero pocas cosas hay tan buenas para un coño como el tener a su disposición la devoción y la experiencia de una buena lengua que se dedique con mimo y cariño a lamerlo a conciencia. Yo, cuando me masturbo, casi siempre pienso en que me están comiendo el coño. Me gusta imaginar que una lengua lo recorre de abajo arriba, desde el culo hasta el clítoris. Me pone mogollón el imaginar que es la punta de una lengua, y no mis dedos, quien acaricia mi clítoris. Y me pone mucho más el pensar cómo esa boca que imaginariamente me está llevando hasta el séptimo cielo se está llenando con los jugos que manan de mi almeja. Que los está bebiendo así, como yo bebo de esta copa, emborrachándose con ellos’”.
“Y se llevó la copa a los labios y la apuró de un trago. Yo levanté la mía e hice el gesto de brindar a su salud. Ella se volvió a llenar la suya con lo que quedaba en la botella, alzó su copa e hizo chinchín con la mía. ‘Por los coños chorreantes’, dijo. A mí se me atragantó el trago de la risa. ‘Por los coños calientes y mojados’, dije yo. Ahora fue ella la que lanzó una carcajada que resonó en todo el bar”.
Nos acabamos la botella y nos fuimos a casa. Riendo. Cogidas del brazo como habíamos hecho tantas veces…
Continuará