La venganza (Capítulo 1)

Fue su mano quien trajo a mi cabeza la idea de la venganza. Siempre me han gustado las manos de los hombres. Son mi fetiche personal e intransferible. Imaginarlas recorriendo mi cuerpo, deteniéndose en mis zonas más íntimas, magreando mis pechos y mis nalgas, me ha puesto siempre cachonda. Desde bien jovencita. Ya me pasaba en los años de instituto, cuando aún quedaba tanto por experimentar y aprender. Me quedaba embelesada mirando las manos de los compañeros cuando salían a la pizarra y escribían en ella. Yo sentía cómo se humedecía mi entrepierna mientras les veía llenar la pizarra de ecuaciones o derivadas o análisis sintácticos y me venían unas ganas enormes de tocarme. Pero entonces yo estaba cargada de prejuicios y malos rollos de culpa y me quedaba con las ganas de darle gusto a aquella almejita que, bajo mis bragas, estaba pidiendo un buen refregón.

Tardé muchos años en descubrir el placer inmenso e íntimo de la masturbación y en liberarme de toda aquella vergüenza que me habían inculcado, imagino, desde niña. Ahora, en estos días, libre al fin de toda aquella morralla moralista, hasta compro por internet juguetitos con los que rellenar mi coño, vibradores que me lo dejan satisfecho en épocas de escasez o maripositas con pilas que aletean en mi clítoris hasta que hacen que me estremezca entera. Mi última adquisición ha sido un fantástico tapón anal que hace que sienta mi culo relleno y a punto de reventar de placer cuando mis dedos orquestan sobre mi coño las caricias que acaban llevándole a sentir un orgasmo intenso y agotador que no sólo hace que él tiemble de alegría y gozo, sino que también deja mi cuerpo entero como si la mano de una divinidad extraña hubiera decidido tocarlo con la varita mágica de la dicha.

Sí, desde luego nadie que ahora me vea caminar ni sepa mis gustos y mis aficiones más íntimas podrá decir que no he cambiado nada desde aquellos años en que mi almejita humedecida se quedaba esperando la llegada del príncipe azul, ignorante de todo el placer que podían proporcionarle mis propias manos. Y sin embargo hay algo en lo que apenas he cambiado desde entonces. Y ese algo es que siguen gustándome las manos con locura. Mucho más que antes, incluso. Me gusta pensar en ellas antes, durante y después de esa bendición que es el orgasmo. Por eso seguramente me fijé tanto en aquella mano que estrechó la mía en el momento de las presentaciones, poco antes de la cena de empresa, en aquel restaurante del centro, tan concurrido y tan en boga.

Aquella mano que estrechó la mía era la mano perfecta, la mano a la que una fetichista como yo nunca podría resistirse. Cálida y, al mismo tiempo, firme. Una mano hecha para acariciar lentamente el lóbulo de mis orejas y para arrancarme la blusa de un tirón si el deseo y la pasión lo exigían, para dibujar garabatos de ternura en mi cuello y para bajarme las bragas hasta los tobillos, para masajear mi cuerpo sembrando en toda su extensión semillas de placer y para darme cachetes en el culo mientras su propietario, sin contemplaciones ni miramientos, me la metía por detrás.

Ese era el tipo de mano que estrechó la mía poco antes de empezar la cena de empresa (“encantado de conocerte”, “el gusto es mío”): la mano de Alejandro Rivas, el marido de mi jefa. Perdón, al decir “de mi jefa” quería decir más bien “de la zorra de mi jefa; de la gran zorra que llevaba medio año amargándome la vida en aquella mierda de oficina de aquella mierda de empresa ubicada en un polígono industrial de mierda; de la maldita hija de Satanás que me había bajado el sueldo alegando no sé qué puñetas sobre la crisis y los márgenes de beneficio y la competencia desleal de los que trabajan en negro y blablabla mientras aprovechaba cualquier ocasión para menospreciar mi trabajo en público y me obligaba sutilmente y como quien no quiere la cosa a hacer horas extras que, no te preocupes, Sandra, ya se te pagarán, ya lo verás, cuando el mercado se venga arriba y todo pinte mejor y salgamos de una puta vez de todo este marasmo de bancos arruinados y políticos corruptos”.

De esa zorra hipócrita y zalamera resultó ser marido Alejandro Rivas, el propietario de aquella mano cuya visión no sólo había llenado mi entrepierna de una humedad que exigía una satisfacción que no podía demorarse en exceso, sino que también me había metido en la cabeza la idea de una venganza que yo iba a ejecutar sin miramientos ni escrúpulos.

-Te voy a poner unos cuernos que no te van a caber en la cabeza, hija de puta- me dije.

Y es que no sólo la mano de Alejandro me había metido aquella idea excitante y vengativa a partes iguales en la cabeza. También lo había hecho su mirada. Y su mirada era clara. Aquella mirada de color avellana me radiografió en un momento. Era una mirada que taladraba. Sentí cómo aquella mirada fría calibró la firmeza de mis pechos, la flexibilidad de mi cintura, la lascivia de mis labios y hasta la dura redondez de mis nalgas. La mirada de Alejandro era una de esas miradas que te desnudan y que, a la vez, te muestran sin disimulo los pensamientos más profundos de su propietario.

(Continuará)