La venganza (Capítulo 2)

Los pensamientos de aquella mirada decían lo que decían. Alejandro Rivas quería desnudarme, quería hundir sus manos en mi entrepierna, quería separar mis nalgas, quería probar el sabor de mi coño, quería escarbar con su lengua en mi culo, quería darme la vuelta del revés y del derecho, ponerme a cuatro patas, follarme bien follada por detrás, agarrarme del pelo para obligarme a comérsela, sujetármelo firme para que mi boca no huyera de la catarata de semen de su corrida, hincharme los carrillos con la rotundidad exuberante y tirana de su rabo.

Su rabo, su rabo, su rabo. Se convirtió en mi obsesión cuando al acercarme a pedir una copa a la barra, entre todo aquel revuelo de gente, lo sentí detrás, duro, pegado a mis nalgas, transmitiéndome sus ansias folladoras a través de la tela de sus calzoncillos, de su pantalón, de mi vestido de gasa. De mi tanga no hablo. Era tan diminuto que apenas sí podría llamarse prenda. Mucho menos barrera o frontera o límite o salvaguarda. Una excusa casi ridícula para no decir que iba sin bragas: eso era mi tanga.

Alejandro ni siquiera se excusó por aquel rozamiento. No fue un accidente. Supe que lo había buscado desde el momento mismo de nuestro saludo. Y no sé por qué digo rozamiento cuando hablo de aquello. Ha habido pollas que, dentro de mi coño, me han hecho sentir menos dichosa que aquella polla que se rozaba contra mis nalgas aprovechando el bullicio y el revuelo y las ansias de la gente por pedir una bebida en la barra libre. Podía notar las venas hinchadas de aquella polla. Las podía imaginar amoratadas, dibujando cenefas sobre la piel tersa de aquel cilindro maravilloso que yo quería sentir dentro de mi boca, de mi coño y de mi culo. Por ese orden a ser posible. Si no lo fuera, entonces por el que él, Alejandro Rivas, eligiera.

-¡Qué suerte tiene mi mujer de poder verte cada día!

Su voz, en mi oído, sonó como un abracadabra que abriera la cueva de los placeres más inimaginables.

-Tú puedes verme siempre que quieras –le dije girando levemente mi cabeza-. Eso sí: que sea para follarme. Para contarme tu vida ya tienes a tu psicólogo.

Rematé la frase con un leve movimiento de mi culo. Creo que su polla no fue insensible a él. Nunca se lo he preguntado, pero seguramente alguna gotita de leche escapó de su punta y mojó su calzoncillo. En aquel momento pensé que sucedía así, y que, ajena a toda aquella multitud que batallaba por alcanzar un gin-tonic, un whisky o alguna cerveza casi helada, yo, caliente a más no poder, me arrodillaba ante él, sacaba aquel vergón de su prisión de tela y saboreaba el sabor delicioso de aquella gotita de maravillosa lefa que el roce de mi culo había hecho aflorar desde sus testículos.

Aquel pensamiento me incendió.

-Disculpa un momento –le dije-. Tengo que ir al lavabo.

-¿Y eso? –me dijo sonriendo.

Mi susurro fue claro y no dejaba lugar a dudas.

-Mi coño exige una intervención de urgencia. No me gusta correrme en la fila de las bebidas.

Me metí los dedos en el lavabo. Pensé que eran los suyos. Me corrí casi de inmediato. Sentí que me deshacía piernas abajo, que me volvía puro líquido. Mi respiración entrecortada y mis piernas temblonas y empapadas daban la medida exacta de mi deseo. Brutal. Aquel cabrón me ponía cachonda a más no poder. Si quería, iba a hacerme suya con un simple chasquido de sus dedos. E iba a querer. Le vi anotando algo en un papel. Era el nombre de un hotel, una dirección y un número de habitación. Que el número fuera el 69 no era muy original, pero sí prometedor. Cuando dejó en mi mano aquel papel su susurro volvió a dejar en mis oídos una caricia lasciva:

-Mañana a eso de las 7 y media, cuando salgas de la oficina, pásate por aquí. Te estaremos esperando yo y ésta –su vista se inclinó hasta su entrepierna-. ¡Ah!, y no se te ocurra venir sin bragas. Me gusta meter mis manos por debajo de ellas. Me gusta ver cómo se van mojando mientras os como las tetas y os pellizco los pezones.

Me fui a casa llevándome conmigo la ilusión de una cita, la humedad renacida de mi coño y la mirada inquisitiva y desconfiada de la zorra de mi jefa.

-Te vas a enterar, cabrona –pensé.

Y me fui a casa. Me esperaban mis juguetitos preferidos: mi tapón anal, mi vibrador especial para estimular el punto G y un estimulador de pezones que se había convertido en mi confidente preferido. A ellos les dije que no se enfadaran, que al día siguiente iba a sustituirlos durante un tiempo por las manos, la lengua y la polla dura y percutidora de Alejandro Rivas. No se enfadaron. Son muy comprensivos, mis juguetes eróticos. Y muy dóciles. Siempre acuden en mi ayuda y siempre cumplen mis órdenes. De hecho, entendieron tan bien lo que les dije que se aplicaron en su tarea (¡qué manera de vibrar!, ¡qué manera de sentir aquel tapón de color verde manzana, lleno de lubricante, abriéndome el culo!) hasta proporcionarme un orgasmo casi enloquecedor.

En la intensidad de aquel orgasmo participaron a partes iguales el recuerdo de las manos de Alejandro y del roce de su rabo en mis nalgas en la cola de las bebidas y la anticipación imaginada de lo que yo auguraba que iba a ser uno de los mejores polvos de mi vida. Con él iba a matar dos pájaros de un tiro. Por un lado me iba a dar un festín de placer y por el otro me iba a vengar de quien me amargaba la vida a diario desde su posición de jefa todopoderosa. Con esa ilusión me fui a dormir y a esperar el nuevo día.

(Continuará)