Declaración de amor

“No te voy a decir ahora por qué me enamoraste. De sobras los sabes. Te lo he dicho en otras ocasiones y si no te lo crees ése es tu problema. Ahora que conoces mi, ¿cómo decirlo?, ¿mi gran pasión lesbiana?, sólo puedo decirte una cosa: que me importa un pito tu inexperiencia en la cama (ya sabes que eso sólo se cura follando más), que me gusta cómo me tocas, que me gusta cómo me besas, que me gusta cómo me lames, que me gusta cómo entras dentro de mí, que me gusta sentirte dentro, que experimento un gran placer cuando siento cómo te vacías entre mis piernas, que mis pezones sueñan con el momento en que tus labios vuelvan a ellos, que me gusta tener tu polla dentro de mi boca, acariciar tus pelotas, sentirlas en mi mano, chuparlas como si fuesen caramelitos, y que tengo la extraña intuición de que tenemos mucho por follar y mucho por gozarnos. Y que quiero estar contigo siempre porque mi chocho se vuelve de agua cuando te tengo cerca y te huelo y te sorprendo mirándome con esa mezcla de adoración y miedo con la que me miras. Y también quiero decirte que no quiero que seamos una pareja más, llena de pequeños o grandes secretos, de grandes o pequeños disimulos, una pareja que se parapete tras la mentira piadosa o la mentira a secas, y que deseo por encima de todas las cosas mostrarme a ti tal y como soy para estar segura así de que me tomas sabiendo lo que coges. Y por eso creo que era justo que conocieras mi historia con Susana y supieras que cuando me estás abrazando, cuando me estás follando, cuando estás hundiendo tu boca en la entrepierna para saborear mis entrañas y conducirme a ese éxtasis al que seguro que tu lengua me llevará en más de una ocasión, estás abrazando, follando, lamiendo o sodomizando a una mujer bisexual, o, dicho de otro modo, a una mujer que puede calentarse con un buen falo como es el tuyo pero que también tiene en sus genes el calentarse con una buena almeja. Y ahora, corazón, y dicho esto, depende de ti el seguir o no con lo nuestro”.

No hace falta decir que la confesión me impactó. No me dejó, ni mucho menos, indiferente. De hecho, quedé tan descolocado que apenas pude balbucear algo así como ‘necesito meditarlo, Marta, entiéndelo’. Estábamos en mi casa. Por el rostro de Marta sobrevoló una sombra de tristeza. ‘Mejor que lo medites a solas’, me dijo, y, levantándose del sofá, y tras dejar un beso suave en mis labios (digo dejó porque en ningún momento los míos hicieron nada por devolverlo, aquello no fue un beso como estrictamente tampoco es un saludo propiamente dicho el hecho de dejar un ramo de flores sobre una lápida), se encaminó hacia la puerta”.

La experiencia acaba por enseñarnos que la vida depende a veces de pequeños gestos, de pequeñas decisiones que acaban haciendo variar el rumbo de aquélla. Quizás la relación entre Marta y yo habría terminado aquel mismo día si mi mirada se hubiera empeñado en seguir amarrada al mismo punto en que la había dejado la confesión de Marta, aquel cenicero de Cinzano que había robado de un bar del barrio y que, limpio de colillas (lo había vaciado aquella misma tarde en previsión de que Marta, como finalmente hizo, subiera a mi casa), estaba en una esquina de la mesa.

Si mi mirada hubiese seguido enganchada allí, a aquel cenicero y a la novela que estaba junto a él, mi vida ahora sería, sin duda, otra muy distinta a la que es. Mucho peor, muy probablemente. Pero mi mirada se desembarazó de la negrura pantanosa de mis pensamientos y, huyendo de la atracción insana de aquella especie de Alef que, extrañamente ubicado sobre aquel cenicero, se asomaba a las negruras más profundas de mi alma, voló y fue a posarse sobre las nalgas de Marta. Éstas, ajenas a la solemnidad un tanto deprimente de aquel instante, proclamaban con su bamboleo sensual y desenfadado un canto a la vida.

Algo en mi entrepierna me dijo que en aquellas nalgas y sólo en aquellas nalgas se escondían gran parte de mis posibilidades de ser feliz. Y fue ese algo, repentinamente endurecido, quien hizo que, como un autómata, me levantara del sofá, me acercara a Marta y, antes de que ésta llegara a abrir completamente la puerta, la cogiera suavemente por los hombros.

Un cunnilingus y una enculada

“Ya lo he meditado”, susurré junto a su oído. Y a partir de ese momento fue mi cuerpo quien habló por mí. Fueron mis labios los que besaron el cuello de Marta. Fue una de mis manos la que la tomó por la cintura. Fue esa misma mano la que, ascendiendo desde la cintura y metiéndose bajo el jersey, sacó uno de los pechos de Marta de la prisión algodonosa del sujetador y lo abarcó encandilada del calor y de la suavidad de aquella maravilla coronada por la dureza diamantina de un pezón que, desperezándose, se convirtió en un juguete para mis dedos mientras mi pelvis iniciaba una aproximación hacia las nalgas de Marta, que no tardaron en notar, a través de todos los muros de ropa que parecían separarlas de ella, la repentina dureza de mi polla.

Y entonces fue el cuerpo de Marta el que comenzó a hablar. Fueron sus nalgas las que, presionando sobre mi pelvis, empezaron a moverse lentamente. Fue una de sus manos la que, a tientas, palpó la dureza de aquel trozo de carne y venas que, bajo mis pantalones, exigía libertad. Fue el cuerpo de Marta el que, girándose, se enfrentó al mío. Fueron sus pechos los que presionaron sobre mi pecho. Fueron sus labios los que se fundieron con los míos en un beso que tenía un algo de desesperado mientras, trastabillándonos, buscábamos un lugar en el que apoyarnos. Pensé en el sofá, pero no llegamos a él. A medio camino encontramos la mesa y fue sobre ella donde recosté a Marta tras haberle quitado el jersey y arrancado el sujetador. Tumbada sobre la mesa parecía una ofrenda que la vida me hubiera hecho para resarcirme de una respetable lista de decepciones. Me volqué sobre aquella ofrenda, besé sus pechos, los lamí, los mordí, hice de sus pezones un chupete insustituible para mi lengua mientras mis dedos, nerviosos y extrañamente sabios, le desabrochaba los tejanos. Cuando se los bajé, bajaron con ellos las bragas. Abrí sus piernas y, metiendo mi cabeza entre ellas, me dispuse a gozar de la exquisita textura y el exquisito sabor de aquella carne que, trémula, reaccionaba a las caricias de mi lengua dejando en ellas un inacabable reguero de elixires.

Le repasé el coño sin dejar en él ni un rincón por besar, ni un rincón por lamer, ni un centímetro sin explorar. Sentí cómo mis dedos corazón e índice se hundían sin dificultad alguna en aquel coño empapado de humores mientras el dedo pulgar se entretenía en dibujar circulitos alrededor del clítoris de una Marta que era puro gemido, puro sudor, puro me voy, me voy, me voy, me voy, me voy, ahhhhhhhhhhhhhhh.

Noté en los dedos el pálpito crispado de su coño al correrse. Noté cómo un líquido más espeso brotaba de su interior. Vi el rostro extasiado y obscenamente sonriente de Marta y eso me hizo enloquecer de deseo. Noté bajo mis pantalones la reclamación urgente de mi polla y pensé que había llegado la hora de que entrara en acción. Desabroché mis pantalones y me los quité. Fue la propia Marta, que se había incorporado, la que se encargó de bajarme los bóxer. Al bajármelos sentí el latigazo de mi polla, erecta, en mi vientre. La lengua de Marta empezó a juguetear con mis pelotas, a moverlas de lado a lado, a mordisquearlas suavemente mientras, con la punta de los dedos, jugueteaba con mi glande. Si seguía así no tardaría en correrme. Intenté no pensar en que, muy probablemente, lo que Marta estaba buscando es que me corriera dentro de su boca. Intenté no pensar en eso porque, si lo hacía, si pensaba en ello, mi lefa no tardaría en irrumpir como un garabato a destiempo. Intenté vaciar mi mente de pensamientos, repasar la tabla periódica de los elementos, la alineación del Barça, pero mis pensamientos giraban una y otra vez, como mulos de feria, alrededor de la misma imagen: la de Marta a cuatro patas recibiendo en su culo los envites de una Susana que, dotada de un fantástico arnés, la sodomizaba con una fiereza rayana en la tortura.

Y fue ese pensamiento el que me nubló benditamente la conciencia y me dictó todo lo que tenía que hacer, todo lo que, efectivamente, hice en aquella tarde de confesiones y delirio. Y lo que hice fue obligar a Marta a levantarse, a darse la vuelta, a doblarse sobre la mesa, a separar las piernas, a dejar que mis manos abrieran sus nalgas mientras yo, arrodillado tras ella, lamía y lamía su culo, humedecía su esfínter, escupía en él y volvía a lamer, repartiendo bien la saliva por aquel bendito territorio al que hubiera seguido lamiendo y lamiendo hasta la extenuación si la voz de Marta, entrecortada de deseo y emputecida, no me hubiera sacado de mi embeleso con una orden clara: ‘fóllame el culo, cariño, fóllamelo’.

Sus deseos fueron órdenes para mí. Me incorporé, me coloqué tras ella, acaricié con la punta de mi polla aquel esfínter que, sabiamente, se iba acomodando para recibir mi visita, y, empujando lentamente, respetuoso, entré en aquel cobijo maravilloso. Una vez dentro, contuve el aliento durante algunos segundos para acostumbrarme al abrazo y al calor del culo de Marta, a aquella sensación desconocida. Después, empecé a moverme lentamente. Lo que vino después fue el delirio. Una especie de locura se apoderó de mí y yo, enfebrecido, empujaba y empujaba y empujaba y empujaba metiendo mi polla hasta las honduras más profundas de aquel culo mientras, guiado por no sé qué tipo de inspiración, me aferraba a las caderas de Marta, cacheteaba sus nalgas, las separaba para contemplar, maravillado, cómo mi polla entraba y salía de aquel maravilloso culo, todo ello mientras Marta gemía y gemía y decía sí, sí, sí, sí, así, así, mi vida, rómpemelo, sí, rómpemelo, hasta que de repente sentí cómo un fuego incontenible se apoderaba de mis cojones y éstos, contrayéndose, se vaciaban de contenido dentro de aquel culo acogedor que, enrojecido por mis cachetes, ardía como una brasa que hubiera sido sacada del fuego.

(Continuará)