Intercambio de parejas
Cuando Marta y yo aquella tarde, exhaustos y sudorosos, nos miramos a los ojos, tuvimos la certeza de que, si nuestra historia en común había de terminar, no sería precisamente entonces. Seguramente fue entonces, al sumergirnos en la complicidad de aquella mirada, cuando mi inconsciente enterró entre paletadas de olvido la confesión de Marta. Nunca volvimos a hablar de ella. Sólo mi memoria la rescató de entre las brumas del olvido cuando aquella tarde Víctor y yo regresamos de ver el partido y encontramos a nuestras mujeres, desnudas y sudorosas, engarzadas en un delirante sesenta y nueve. Fue entonces cuando me vino a la memoria la confesión de Marta. Ese recuerdo, rescatado del olvido, desenterrado de entre los escombros de mi memoria, susurraba en mi oído: ‘sabías que esto podía pasar, siempre lo supiste, quisiste olvidarlo, pero hay ciertos olvidos que nunca pueden alcanzarse del todo’.
El suelo adquirió la consistencia de la lava. Yo no era capaz de dar un paso adelante, pero tampoco podía darme la vuelta y salir de aquella habitación. En la mirada Marta había una súplica. En sus mejillas, el arrebol que siempre se pintaba en ellas cuando estaba cachonda. ‘No te enfades’, decía la mirada de Marta. ‘No te enfades, por favor. Esto no cambia nada entre nosotros. Te quiero igual. Te deseo igual. Quiero seguir contigo. Esto que estás viendo sólo es sexo. Sexo rico y gozoso. Sexo sin compromiso’. Todo eso decía aquella mirada todavía enturbiada por los vapores etílicos del éxtasis. Y también decía: ‘ven aquí, por favor, tócame, acaríciame, bésame, no me dejes aquí, desabrigada de ti y de tu cariño, chúpame, muérdeme, fóllame’. Mi mirada, mientras tanto, permanecía aferrada al pasmo de la sorpresa. De él fue sacándome poco a poco un pequeño ruido que escuché a mi izquierda. Era Edurne, que estaba desabrochando los pantalones de Víctor mientras hundía su lengua en la boca de él.
Víctor se dejó hacer. Entrecerró los ojos mientras la lengua de su mujer dibujaba circulitos de saliva sobre su glande. Vi la polla de Víctor entrando en la boca de su mujer, siendo abarcada por ella. Vi el rostro lascivo de Edurne apoderándose de aquel cipote que poco a poco iba ganando volumen. Vi las caderas de Víctor moviéndose lentamente hacia atrás y hacia adelante. Vi cómo Víctor se quitaba el jersey y, sacando la polla de la boca de su mujer, la metió entre sus tetas y, ayudándose de éstas, empezó a masturbarse. Su mujer, mientras tanto, estiraba su mano hacia donde se encontraba el coño de Marta y, encontrado, empezó a acariciarlo. La mirada de Marta seguía fija en mí. Me reclamaba. ‘Sigue el ejemplo de Víctor’, parecía decir.
Una vez más en mi vida, fue mi polla la que empezó a tomar la iniciativa por mí. Aumentó de tamaño. Se endureció. Sintió maravillada cómo la mano de Marta bajaba la cremallera de mi pantalón, cómo se metía bajo él, cómo masajeaba mis testículos, cómo abarcaba el cilindro cada vez más duro de mi rabo. Me quité los pantalones como un autómata y, como un autómata, dejé que Marta lamiera mi cipote desde las pelotas al glande, que lo mordiera suavemente, que se lo metiera en la boca. Dentro de ella, la lengua de Marta danzaba alrededor de él, repasaba todas sus venas hinchadas, conseguía que se pusiera cada vez más y más duro.
Me hubiera corrido dentro de la boca de Marta si ella no hubiera detenido su acción feladora para dedicarse a besar y lamer las tetas de Edurne. Ésta, tumbada boca arriba, abierta de piernas, gozaba enloquecida al sentir cómo la polla de Víctor entraba y salía de su coño mientras mi mujer, colocada a cuatro patas, le mordía los pezones. La visión de la popa de mi mujer era una invitación demasiado tentadora como para obviarla. Me coloqué tras ella y, mientras contemplaba cómo la polla de Víctor entraba y salía del culo de su mujer, se la metí hasta el fondo y comencé a moverme al mismo ritmo que Víctor había escogido para follarse a su mujer. Los coños de Edurne y Marta recibían al mismo tiempo el empellón de las dos pollas y fue al mismo tiempo, tras susurrarse algo al oído, cuando las dos amigas decidieron echar mano a nuestras pelotas.
Las manos de Edurne eran más ardientes que las de Marta. Yo las notaba como si fueran fuego mientras me masajeaban los cojones. Sabias manos, las de Edurne. Lo constaté al instante. Sabían acariciarme las pelotas mientras dejaban un dedo libre que, osado, avanzaba hacia los aledaños de aquella parte de mi cuerpo que sólo de vez en cuando la lengua de Marta había visitado y que sólo su dedo se había atrevido a profanar. Víctor, por su parte, recibió la lentísima caricia de las manos de mi mujer en sus testículos mordiéndose el labio inferior, deteniendo un instante su constante martillear en el coño de su mujer para, a continuación, reemprender sus avances y retiradas a un ritmo más intenso. Intenté amoldarme a ese nuevo ritmo que Víctor había impuesto paseándome sobre la cuerda floja de la eyaculación, disfrutando de las caricias con las que su mujer honraba mis pelotas. Fue apenas ‘Me voy’, rugí. ‘Y yo’, rugió Víctor. Vi que él salía del coño de su mujer y yo hice lo mismo. Al mismo tiempo nos vaciamos los dos sobre los cuerpos de nuestras mujeres. El semen de Víctor se derramó sobre el vientre de Edurne y el mío sobre las nalgas de Marta. Ellas se besaban y acariciaban, sonrientes, satisfechas.
Nada más volvió a suceder aquella noche. Nada que no fuera cenar y reírnos mucho. Al principio con esa incomodidad que da la vergüenza. Después, con la liberación que dan unas cuantas copas de vino. ‘Tenéis que devolvednos la visita’, dijo Víctor. ‘Con mucho gusto?, contestó Marta. ‘Eso sí’, dije yo: ‘a ser posible, que no juegue el Barça’. ‘Eso, eso’, rio Edurne, ‘que no perdamos el tiempo’.
Tras aquella primera noche han venido otras muchas. Y en todas ellas hemos ido dando pasos que, poco a poco, nos han ido llevando más allá. Un día fue la boca de Edurne la que abarcó la inflamada excitación de mi rabo. Otra, fue el semen de Víctor el que salpicó, ardiente, el rostro de mi mujer. La primera vez que entré en el coño de Edurne mientras miraba cómo Víctor separaba las piernas de mi mujer y se la metía de golpe y hasta el fondo pensé que el coño de Edurne era algo así como un océano en el que oleadas de fuego batían sobre el mástil de mi rabo, que sobrevivía a duras penas en medio de aquella marejada de lava que lo agitaba.
El coño de Marta acogía la presencia de mi polla como una mano cálida y delicada que no quisiera dejar marchar de su palma un bien preciado; el de Edurne lo hacía más bien como pudiera hacerlo una galerna que quisiera destrozar la presencia inesperada de un intruso. El ver a Víctor entrar en el culo de mi mujer, el contemplar cómo se aferraba a sus caderas y empujaba más y más intentando partirla en dos y contemplar el mismo tiempo el rostro desencajado de mi mujer, su obscena sonrisa, la maravillosa visión de sus dientes mordiendo su labio inferior, disparaba mi deseo hasta cotas que no conocía. Era entonces cuando pellizcaba los pezones de Marta como si quisiera arrancárselos mientras, con fiereza rabiosa, empujaba y empujaba dentro del coño de Edurne, que, al mismo tiempo, masturbaba el clítoris de mi mujer, que apenas tardaba nada en alcanzar uno de aquellos orgasmos que hacían que su cuerpo se crispase entero y durante unos segundos para, a continuación, desmadejarse sobre la cama, sucia y gozosa, satisfecha hasta la última de sus poros.
Así la contemplo ahora, con las tetas llenas del semen de Víctor, ese semen amarillento y espeso que la lengua de Edurne va recogiendo como si de un rico elixir se tratara, sin dejar ni una sola gota en el canalillo de mi mujer, en sus pezones, en la ardiente extensión de esas dos tetas que se empeñan, aún ahora, en mantener la erección de sus pezones.
Sé que cuando las tetas de mi mujer hayan quedado limpias de semen será su lengua la que recoja el semen que mi polla ha escupido sobre las nalgas de Edurne. Sé que lo dejará completamente limpio. Y sé también que después brindaremos con alguna copa de vino. Y comeremos algo. Y quizás, de nuevo, si el deseo nos lo pide, volveremos a la gozosa tarea de disfrutar de la vida. ¿Para qué, si no, están los amigos?
Fin