Amigos de viaje
Los conocimos en Túnez. Ellos, como nosotros, habían aprovechado las ofertas de febrero de Viajes Halcón para hacer un viaje a buen precio. Ellos se llamaban y se llaman Edurne y Víctor. Eran, son, una pareja como nosotros, recién entrados en la treintena, sin hijos, una pareja que seguramente tiene que luchar día a día por renovar los pactos de pasión que con toda probabilidad un día cada uno de ellos firmó consigo mismo (“hasta ahí llegaré; por debajo de eso, de ningún modo; ése es el porcentaje de pasión que estoy dispuesto a ceder a la rutina”).
Hicimos buenas migas en el viaje. Alquilábamos taxis juntos para evitar las excursiones organizadas por el hotel, siempre más caras, siempre más estandarizadas y siempre más a toque de silbato. Así, compartiendo taxi, salíamos del recinto hotelero y nos desplazábamos hasta Hammamet. Era en las afueras de esa población tunecina, en una zona acotada y reservada al turismo, donde estábamos alojados. Y era en Hammamet donde podían cogerse autobuses que nos llevaran a la capital. Desde ella salían autocares o trenes hacia otros puntos del país. Esas excursiones solíamos hacerlas cada uno por su lado. Quedábamos a una hora aproximada para volver a encontrarnos en el mismo punto y, desde ahí, regresábamos juntos, de nuevo en taxi, al hotel. Allí aprovechábamos el servicio de media pensión que habíamos contratado y cenábamos con el bufet que el hotel ofrecía.
Un día, sin embargo, decidimos quedarnos a cenar, juntos, en Hammamet. Hablamos de nuestras profesiones, de nuestras carreras, de nuestros sueños. Descubrimos muchos gustos en común: Springsteen, los paisajes de interior, París, el Barça, el queso, el vino tinto… Fue una buena velada. Cuando acabaron aquellas mini-vacaciones, recién aterrizados en el Prat, intercambiamos nuestros teléfonos y un par de besos. “Si os parece nos llamamos y quedamos algún día”. Lo típico en esos casos. Después, esas palabras quedan hundidas en un baúl, junto a otros recuerdos. Exactamente como si fuera otra postal u otra fotografía de las vacaciones. “Mira, esto es una tetería muy famosa que hay en Sidi Bou Said, esto el Museo del Bardo, sí, el mismo en el que años después tirotearon a aquellos turistas italianos; este desierto de sal está en Tozeur, ahí emplazaron el Tatooine de la primera entrega de Star Wars; ¿te acuerdas de La vida de Brian?, pues ésta es la ciudadela en la que se grabó la escena aquella de las pintadas mal escritas que un romano iba corrigiendo a uno de aquellos alocados rebeldes, está en Monastir; y estos de aquí son, ¿cómo se llamaban, Luis?… bueno, una pareja que conocimos en el viaje…” En resumen: algo tan tópico como tópica puede ser, en demasiadas ocasiones, la vida misma.
Pero Marta es, por decirlo de algún modo, la mujer que nació para hacer astillas los tópicos hasta dejarlos reducidos a simple serrín. Marta siempre consigue que las cosas en apariencia más tópicas y rutinarias adquieran un nuevo brillo. Es una maga que nunca deja de sacar cosas insólitas de la chistera apolillada y sucia del día a día. A veces es sólo una nueva forma de colocar los adornos del salón; otras, una fresca y sorprendente manera de peinarse; la mayoría, una propuesta entusiasta y, por tanto, irrechazable, de ir a ver una película, una obra de teatro, una exposición… La de invitar a cenar a Víctor y a Edurne fue una de ésas.
-En Túnez lo pasamos bien con ellos, ¿no crees?
La propuesta no me sorprendió. Marta tiene mucha más facilidad de entusiasmarse al conocer a gente nueva que yo. De hecho, Marta tiene mucha más capacidad para entusiasmarse con las cosas que yo. Si no fuera por Marta, yo viviría refugiado en los ochenta metros cuadrados de nuestro piso y en las cinco o seis manzanas de vivienda que rodean nuestro hogar. Después de todo, los viejos amigos se han ido perdiendo en la niebla del pasado. A veces tengo la sensación de que todos han ido tomando el avión de Lisboa mientras yo seguía clavado en Casablanca, con las manos en los bolsillos, junto a la pista de despegue, contemplando desencantado cómo, uno tras otro, los aviones que transportan a esos amigos desaparecen engullidos por las nieblas del Atlántico. Si no tuviera a Marta al lado, yo seguiría releyendo los mismos libros de siempre y escuchando, un poco por fidelidad a las viejas emociones un día sentidas, las viejas canciones que ayer me encandilaron.
Intercambio de parejas
La propuesta de Marta de invitar a Víctor y a Edurne a cenar a nuestra casa tampoco me sorprendió al recordar cómo, en los días de Túnez, Marta había reído mucho con Edurne. Una y otra tenían un humor parecido y, aparentemente, una despreocupación semejante por todo lo que no fuera lo inmediato. Ni pasado ni futuro parecían tener capacidad para enturbiar el brillo de los ojos de aquellas dos mujeres que, sentadas en una terraza a orillas del Mediterráneo, apenas a cuatro pasos de la hermosa medina de Hammamet, atraían irremediablemente la mirada de lugareños y turistas. Víctor y yo debíamos ser, en aquella terraza, hombres muy envidiados. Y como tal, creo, nos comportábamos. Como dos palomos que hincharan el pecho en medio de la plaza.
Y es que Edurne y Marta, Marta y Edurne, eran, y son, guapas. Cada una de ellas a su manera. Marta, rubia y delgada, dotada de una elegante sensualidad; Edurne, morena y más redondeada, de una carnalidad más obvia. Ambas, absolutamente deseables; mujeres a las que cualquier hombre o cualquier mujer de gustos lésbicos desearía tener en su cama. Ahora las veo a las dos, desnudas y emputecidas, enfervorizadas de deseo, Marta arrodillada ante Víctor, con su polla metida en la boca, devorándola como si le fuera la vida en ello, saboreándola como siempre ha saboreado la mía, recorriéndola lentamente con la lengua mientras entrecierra los ojos, mordiendo suavemente su glande mientras, con la mano, acaricia las pelotas de Víctor al tiempo que Edurne, su mujer, receptiva y acogedora, con la piel en ignición y la garganta quebrándose en gemidos, resiste mis embestidas dentro de su culo, y pienso en cómo hemos llegado a ello mientras me agarro a las caderas de Edurne y me abandono a la maravilla de descubrir en cada empujón un nuevo matiz de placer, una nueva razón para dar gracias al azar por el encuentro que un día propició en lo que un día fueron los dominios de la mítica Cartago.
-Sí, sí, sí, lléname el culo, rómpemelo, métemela hasta dentro- me dice Edurne, y esa voz pespunteada de gemidos que suplica la sodomía, que la implora, que la exige, compaginada con el gesto obsceno que se dibuja en el rostro de mi mujer (la veo con los ojos entrecerrados, la baba resbalando por la comisura de sus labios, las manos crispadas en las nalgas de Víctor, concentrada en toda la largura de ese cipote ciertamente envidiable que Víctor maneja, de ese pollón que hace apenas unos minutos salía y entraba del coño de su mujer mientras esa mujer, Edurne, me lamía las pelotas y me acariciaba la polla al tiempo que mi mujer lengüeteaba en el culo de Víctor) me lleva al borde mismo de un orgasmo que no puedo reprimir, que me puede, que me empuja a sacarla del culo de Edurne y a derramarme sobre sus nalgas y su espalda mientras Víctor, con la polla ya fuera de la boca de mi mujer, vacía su lechada sobre el pecho de ésta, que lo recibe encantada, con una sonrisa luminosa, una sonrisa de agradecimiento y amor que, lo sé perfectamente, me está absoluta y únicamente destinada.
Continuará