Leyendo Historia de O
Ya me lo había preguntado otras veces, pero esta vez era distinto. Me había resultado sencillo decirle que sí, que Cien años de soledad me había gustado mucho, y que me había devuelto en cierto modo a los tiempos de la infancia, cuando las horas de la siesta se me pasaban leyendo alguna aventura de Julio Verne o de Emilio Salgari. Pero esta vez era distinto. Ahora no debía decirle si me había decepcionado el último Premio Planeta o si el libro que había servido a Francis Ford Coppola para rodar El Padrino era mejor o peor que la película. Ahora me tocaba hablarle a aquella bibliotecaria de pechos escasos pero puntiagudos, caderas bamboleantes y mirada inquietantemente turbia sobre mi última experiencia lectora, un libro que ella misma me había recomendado y que no había dejado de inquietarme ni un instante desde sus primeras dos páginas. Y es que aquel libro que aquel bombón que desde hacía tres meses había sido destinada como bibliotecaria a la biblioteca del barrio me había recomendado no contaba una historia cualquiera de generaciones de Buendías ni de familias mafiosas italianas en la Nueva York del siglo XX. Aquel libro que aquella bibliotecaria de rasgados ojos marrones me había recomendado encarecidamente (“ya verás cómo te gusta mucho”, me había dicho) era Historia de O, la novela que, escrita por Pauline Réage, había servido a Just Jaeckin para rodar su famosa película en 1975.
Yo recordaba haberme masturbado contemplando aquella película de contenido sadomasoquista en el salón de mi casa cuando era apenas un adolescente. Recordaba haberme excitado contemplando la imagen de Corinne Clery, la protagonista femenina de la película, sodomizada por quien se convertía en su amo absoluto, aquel Sir Stephen a la que había sido entregada por René, su novio, una especie de pervertido absoluto y sumiso a Sir Stephen y a quien no le importaba compartir a su bella novia con otros hombres para que estos hicieran con ella literalmente lo que quisieran, desde azotarla hasta la extenuación hasta follársela por el culo, desde vaciarse en su boca hasta hurgar con sus dedos en el canal esclavizado de su vagina. Durante muchas noches la imagen de O se me apareció en la oscuridad de la habitación, sumisa y entregada, ofreciendo su popa a los caballeros de Roissy para que ellos hicieran con ella lo que quisieran. Recordar cómo la sodomizaban sin que ella pudiera oponer resistencia me llevaba al paroxismo masturbatorio y me hacía soñar con un momento futuro en que yo me convirtiera en una especie de Sir Stephen que, con una perversión fría y elegante, tuviera a su entera disposición a una bella esclava sexual a la que pudiera penetrar oral, vaginal u analmente siempre que quisiera y a la que pudiera castigar con golpes de fusta o látigo cuando ella no se entregara a su cometido sumiso con suficiente unción.
Masturbación adolescente
Yo, en aquellos años, convertía a XXX, una compañera de clase que por siempre ocuparía en mis recuerdos el papel estelar de primer amor platónico, en aquella O que, atada y esclavizada, se convertía en protagonista absoluta de todos mis sueños eróticos. En aquellos sueños yo separaba las nalgas de XXX para honrar a su culo con el lamido enfebrecido de mi lengua. En aquellos sueños que servían de acicate magnífico para mis pajas yo hundía mis dedos en su vagina húmeda y ardiente mientras mis labios y mi lengua repasaban lentamente, con una morosidad cercana a la idolatría, los labios volcánicos de su coño. En aquellos sueños yo sentía cómo la boca de XXX se cerraba alrededor de la erección casi dolorosa de mi pene, que se hundía dentro de aquélla intentando ahogar el gemido de ansioso placer que salía de aquella garganta que no sabía de náuseas y por la que, finalmente, acababa resbalando la lava incandescente de mi semen.
El final de aquellos sueños de adolescencia en los que se combinaban, entremezclaban y yuxtaponían las imágenes de O y XXX coincidía siempre con una eyaculación copiosa y poderosa que acababa dejando sobre mi vientre el rastro blancuzco de mi lefa, firma innegable de un deseo que no acababa de encontrar la manera de saciarse sobre el cuerpo de una persona real. Idolatraba y mitificaba a XXX y, al hacerlo, postergaba la posibilidad de convertir en realidad todos mis sueños eróticos con alguien que fuera más accesible a mis sueños y que estuviera a la altura de mi inexperiencia.
Ahora, tantos años después y con alguna que otra experiencia a mis espaldas, O, la protagonista de aquella historia sadomasoquista, se había convertido de nuevo en protagonista estelar de mis mejores pajas. Ahora, sin embargo, y a diferencia de los tiempos de adolescencia, en mis masturbaciones ya no existía (al menos no en todas de ellas) la premura de entonces. Los años me habían enseñado a convertir mi masturbación en una especie de ritual en el que no contaba tanto correrse cuanto antes como saborear las sensaciones que la combinación de imaginación y auto-estimulación podía proporcionarme. Y la imagen de XXX, por supuesto, había quedado almacenada en los estantes de bruma de la adolescencia. Ahora aquella imagen que poco a poco se iba desdibujando por culpa de los brochazos del olvido había dejado su lugar a la imagen de la bibliotecaria que, en morbosa alianza con la de O, interpretaba en la función de mi vida el papel de musa absoluta de mis pajas.
Había leído Historia de O (tal y como la bibliotecaria me había recomendado) y lo había hecho teniendo presente en mi retina su imagen. Y es que de aquella treintañera pelirroja que había sido destinada hacía ya unos meses a la biblioteca del barrio y que con su sola presencia había conseguido reavivar mi afición lectora me gustaba todo, desde la manera un tanto displicente de sonreír con aquellos labios carnosos que parecían estar hechos para ejecutar las mejores mamadas hasta la forma almendrada de sus ojos, sin olvidar, por supuesto, la desinhibición de aquellos pezones altivos y duros que se insinuaban orgullosos desde detrás de la blusa, que parecían siempre en perfecto estado de revista y que se habían convertido en imanes inevitables para una mirada, la mía, que encontraba no obstante su paraíso particular e inigualable en las escenas que se desarrollaban cuando aquella bibliotecaria se levantaba de su mesa y, por cualquiera de los pasillos que formaban aquellas estanterías plagadas de saberes y sueños convertidos en papel, avanzaba moviendo las caderas dejando tras de sí la impronta de un bamboleo que me hacía soñar con besos negros, sodomías y otros placeres que, inevitablemente, volvían a sumergirme en el tiempo que ya creía superado de la paja reiterada, intempestiva, acelerada y torpe.
(Continuará)