La primera vez de un buen aprendiz de amante
A este respecto, R prometía. Aquel olvidarse de mí, aquel cerrar los ojos mientras me percutía con saña buscando lo que debía ser su alivio me excitaba mucho. En cierto modo, es como si R fuera un pequeño K en potencia, como si el color de aquellos ojos fuera el rasgo distintivo de los hombres que, follando sin contemplaciones, acaban consiguiendo que las mujeres gocen como nunca antes lo habían hecho. Las diferencias entre K y R, al fin ya al cabo, podían ser sólo (y eso sólo el tiempo lo diría), una mera cuestión de experiencia. Eso sí, a la polla de R le faltaba algún que otro centímetro para ser la polla de K. Pero, creo que ya lo dije, la polla de K no era de este mundo. Espero que cien millones de hormigas y gusanos hayan dado buena cuenta de ella. Hijodeputa, K; hijodeputa. Cuando por vez primera (el mismo día en que nos conocimos) K me comió el coño hasta volverme loca de deseo y, poniéndome a cuatro patas, me la metió por el culo sin preocuparse en exceso de su lubricación, eran ya muchos los culos que K había visitado, muchas las bocas que habían tragado su semen y muchos los coños que habían acogido su inolvidable presencia. Por el contrario, para R mi coño era, con toda probabilidad, el primer coño que se ponía al alcance de su polla. Por eso valoré mucho más su rendimiento en aquella primera tarde de las muchas tardes, noches y amaneceres (sí, también, amaneceres) en los que el falo, los cojones y la boca de R han sido el billete que la vida a puesto a mi alcance para viajar al más satisfactorio de los placeres.
Fue entonces, cuando R, pese a su palpable inexperiencia, tuvo aquel gesto intuitivo de tomarme por las corvas, abrir mis piernas y dejar mi coño completamente expuesto a sus caprichos, cuando entreví que R no iba a ser un amante más, uno del montón, sino que, más bien al contrario, iba a figurar entre uno de mis mejores amantes.
Sujeto a mis corvas, R me perforaba aquel día cada vez más aceleradamente, casi gruñendo, agarrándose fieramente a mis rodillas, seguramente con la desesperación de quien, de una vez por todas, quiere vaciar el contenido entero de sus cojones.
Lo hizo finalmente, rendido y exhausto. Sentí cómo el coño se me inundaba del rico semen de R de la misma manera que un rato antes se me había inundado la boca. Sentirme regada por dentro y comprobar cómo, mientras de su rabo manaba aquél rico elixir, él seguía empujando dentro de mí, ansioso por vaciarse entero, me llevó al paroxismo. Clavé entonces mis dedos en las nalgas de R y, empujando con todas mis fuerzas con la pelvis, hice que su polla chocara contra lo más hondo de mi coño. Ese golpe hizo que me estremeciera entera y, de nuevo, sentí esa oleada de fuego que antecede al placer recorriéndome de la cabeza a los pies.
Sentí cómo mi coño se contraía y dilataba en diversas ocasiones alrededor del eje cada vez más debilitado de la polla de R y sentí también cómo ésta palpitaba aún, cada vez más espaciadamente, como si fuera presa de los últimos estertores del deseo, imagino que dejando marchar las últimas gotitas de lefa, apenas un líquido turbio y casi acuoso, la reserva última de aquellos huevos maravillosos y pelones que yo había sentido chocar contra mis nalgas mientras R, desaforado, entraba y salía de mí escalando las paredes de su propio placer.
“No la saques todavía”, le dije: “me gusta sentir cómo se hace pequeña dentro de mí”.
Y es cierto. Siempre me ha gustado sentir cómo la misma polla que me ha perforado, la misma que me percutido, la que ha entrado y salido de mi boca, de mi coño o de mi culo como Pedro por su casa, sintiéndose por instantes triunfal e invicta, ese rabo dictatorial que ha dictado sus normas mientras me penetraba, regresa, sin salir de mí, vencido y desarmado, a sus cuarteles de invierno, a su ridícula condición de colgajo, de simple y obediente instrumento de mi placer.
Cuando finalmente R la sacó de mí, un reguero de blanca lefa salió de mi coño y, resbalando por mi perineo, fue a parar a las inmediaciones de mi ano. Lo sentí allí, húmedo y pegajoso, y sentí la necesidad de que desapareciera de allí.
“¿Puedes limpiarme eso que estás mirando, por favor?”, le pregunté.
Juro que no había tono alguno de orden en mi voz. Juro que lo único que le estaba pidiendo a R es que buscara una toallita húmeda en mi bolso (nunca salgo de casa sin ellas). Que él volviera a arrodillarse ante mí y comenzara a limpiar el semen que había escapado de mi vagina con su lengua fue, única y exclusivamente, iniciativa suya. Limpió mi ano, limpió mi perineo, limpió los labios de mi coño. Lamió toda aquella zona entreteniéndose en aquello que, por mi estremecimiento, más le llamó la atención.
Sentí sus dedos separando mis nalgas y tuve la certeza de haber descubierto en aquel joven un auténtico tesoro. Tan joven y tan guarro, pensé. Y, sin poner objeción alguna (¿qué objeción iba a poner si estaba gozando como una perra?), me dejé llevar por el placer de sentir cómo su lengua me iba recurriendo el culo, cómo subía y bajaba por la raja del mismo hasta llegar de nuevo a aquel agujerito sensible que poco a poco empezaba a reclamar la presencia de algo dentro de él.
Continuará