El gozo de mi culo

Lo único que le llegó fue el escupitajo que R le lanzó. Y el agujerito, sensible siempre, se estremeció. Fue después el dedo de R quien empezó a distribuir toda aquella saliva que el salivazo había dejado en él por la superficie de aquél círculo sagrado. Lo hizo también suavemente, deteniéndose a comprobar cómo aquél círculo boqueaba como un pez fuera del agua. Mi culo pedía algo, lo pedía imperiosamente, y R estaba dispuesto a proporcionárselo.

R metió poco a poco su dedo dentro de mi culo y empezó, de nuevo, a lamerme el coño. Esta vez supo localizar perfectamente mi clítoris. Su lengua jugueteaba con él mientras su dedo entraba y salía de mi esfínter. Me estaba gustando, sí. Me estaba gustando mucho. Me gustaba sentir cómo aquel dedo entraba en mi culo, cómo dibujaba circulitos dentro de él, cómo, poco a poco, iba dilatando mi esfínter.

Quizás pensar en un tercer orgasmo por mi parte no era tan descabellado, después de todo. No era la primera vez en mi vida que lo había alcanzado. Pero, ciertamente, hacía mucho de ello. De golpe sentí cómo otro de los dedos de R había entrado en mi coño. Imaginé sus dedos adoptando una postura de tijera y cómo con una simple mano, al mismo tiempo, me estaba masturbando vagina y ano. Eso, combinado con la lenta caricia que su lengua estaba garabateando sobre mi clítoris, me estaba volviendo pura agua. Al parecer, aún quedaban licores dentro de mí y aquel condenado adolescente los estaba haciendo aflorar de mi coño.

Me corrí, claro. Me corrí en sus dedos y en su boca. Me corrí siendo consciente de que aquella tarde se había marcado un antes y un después en mi vida. Ahora estaba de nuevo expuesta ante la vida, sedienta no de pollas sino de una polla en concreto, que es algo muy diferente, camino de la adicción, en peligro. Además, ese peligro venía acrecentado por un tema absolutamente legal. Me estaba beneficiando (y de qué manera) a un menor y eso implicaba, además, que no podía compartir esa vivencia con nadie, que no podía contarlo. Ni tan siquiera mi psiquiatra podía conocer esa historia. Él menos que nadie. Además: un psiquiatra no es un cura (si es que en verdad es cierto eso de que los curas guardan su secreto de confesión aunque hayas ido a contarles que en verdad fuiste tú quien mató a Kennedy). Un psiquiatra no está obligado por ese mandato sacramental. Un psiquiatra puede ir a la Policía en un santiamén y decirle “esa cuarentona, esclava de su ninfomanía, se está follando a un niño de dieciséis años”. Después de todo, la pederastia es un delito y su pena es grande. Quizás tan grande como el placer que experimento cuando R viene a mi casa, me desnuda, me besa, me folla por todos los sitios por los que soy follable y me hace recordar que estoy viva, que mi coño palpita, que soy deseable, que no toda la vida acaba en la polla de K, que lo que el primo E descubrió dentro de mí, aquel ardor insaciable, aquella manera desenfadada y absolutamente libre de disfrutar de mi cuerpo, no ha fenecido aún, que tengo derecho a ser feliz a mi manera.

Nunca pediré perdón por gozar

Si escribo esto no es ni muchísimo menos para pedir perdón. Nunca pediré perdón por mis orgasmos, nunca suplicaré clemencia por hacer todo lo posible por satisfacer los deseos de mi coño y mi culo, nunca entonaré el mea culpa porque me apasione llenar mi boca con la ricura pendenciera y sabrosa de un buen rabo. Si escribo esto sólo es para que, en caso de producirse el desastre de que mi historia junto a R sea conocida, evitar que la única versión que circule por ahí sea la que se cuente en según qué programas de televisión y en según qué diarios y revistas. Opinarán las madres y los padres. Opinarán mis compañeros. F, por ejemplo, el Jefe de Estudios que quiso follarme tras una cena de Navidad olvidándose de su mujer y de sus dos hijos y amparándose en la manida excusa de las dos copas de más, seguro que dice que se veía venir, que yo soy una mujer a la que le gusta provocar y de costumbres, ¿cómo decirlo?, un tanto licenciosas.

Por eso, en resumen, escribo estas confesiones. Porque no quiero que nadie se lleve una idea equivocada de mí. Soy una mujer a la que le gusta follar. Mucho. Y me gusta, sobre todo, que me dominen en la cama. Que me pongan a cuatro patas. Que me follen el culo y que lo hagan con fiereza. Sin contemplaciones. Soy una mujer que disfruta teniendo una polla en la boca y que goza sintiendo cómo esa polla eyacula dentro de ella. Soy una mujer a la que le gusta que le pellizquen los pezones mientras le lamen el coño, que se moja pensando en la posibilidad de que dos tíos se la zumben a la vez, que tiembla de gozo imaginándose atada, desnuda, con las piernas en cruz, entregada al capricho de un hombre que sepa en todo momento, como R ya sabe, lo que tiene que hacer para arrancar de mi garganta una catarata inacabable de gemidos de placer.

Quien piense que R es sólo un adolescente que se trague sus escrúpulos morales y que, por una vez en la vida, se vaya con él a la cama. Si es una mujer, que se deje llevar por R. Que no diga que no si R quiere metérsela en la boca. Que no se niegue a sentir en su ano la lengua juguetona de R. Que no se sorprenda si la boca de R pone su coño en ebullición. Y si es un hombre, que tome buena nota. O que se una a la fiesta. A R, seguramente, no le importará lo más mínimo. Le he educado bien. El placer es, también para él, una especie de dios al que hay que rendir pleitesía todo lo que se pueda. Ayer, sin ir más lejos, R, en ese tiempo en el que el deseo experimenta un suave reflujo y en el que los cuerpos se recuperan poco a poco de la batalla vivida, me dijo que no le importaría chupar los cojones de un hombre y mi coño a un tiempo mientras ese otro hombre me la está metiendo. O que estaría bien que ese hombre se la metiera a él por el culo mientras él me la mete a mí. “Un lindo trenecito, ¿no crees?”, me dijo clavando en mí su mirada de acero, esa mirada que a fuerza de polvos ha ido perdiendo esa inseguridad un tanto tímida de la edad que tenía cuando me fijé en él por vez primera y que, poco a poco, se va endureciendo, se va haciendo adulta, va adquiriendo la seguridad que sólo tienen las miradas de los hombres que saben verdaderamente lo que tienen que hacer con su polla (y que saben hacerlo, que saben ir un poco más allá de la teoría) para enloquecer de gozo a una mujer.

Mi R echa a volar y eso, lógicamente, me inquieta. Llegará el tiempo en que tenga que compartirlo con alguien. Después marchará de mi lado. Echará a volar. Nuevos coños le estarán esperando. Nuevas bocas desearán probar el elixir de su semen. Nuevos culos abandonarán tabúes para dejarse penetrar por él. Hasta que ese momento llegue intentaré anclarme todo lo que pueda al presente, intentaré olvidar que el futuro está ahí, esperándonos, e intentaré gozar al máximo de todo lo que R y yo estamos viviendo juntos. Ciertamente, creo que no puedes juzgarlo sin haberlo probado.

Fin