La boca de Cleopatra. Primera parte

A otros hombres menos orgullosos aquel gatillazo les hubiera dejado la moral por los suelos. Hubieran huido de allí (y nunca mejor dicho) con el rabo entre las piernas. A ningún hombre suele gustarle que su pene se mantenga flácido y alicaído dentro de la boca de la mujer que, con todo el empeño del mundo y todo el afán de su lengua y sus labios, está intentando que ese rabo abandone su flacidez para convertirse en una polla dura y tiesa dispuesta a verter el vómito de semen que los testículos que la acompañan tengan a bien enviarle.

Pero él no es un hombre cualquiera. Él es Cayo Julio César, el amo de medio mundo conocido. El mismo que ha conquistado las Galias, se ha aventurado por Britania y Germania, ha cruzado el Rubicón y ha vencido a Pompeyo en una sangrienta guerra civil autoproclamándose, gracias a ello, cónsul y gobernador absoluto de Roma.

Es quizás por el sentimiento de prepotencia o de orgullo que ese poder le concede por lo que a César le mantiene sin cuidado que la mujer que se ha arrodillado ante él, ha levantado su falda militar y se ha metido su pene en la boca no consiga endurecer lo que parece muerto, ese colgajo que ella repasa una y otra vez con su lengua, sabia y lentamente, con toda la experiencia acumulada tras un buen número (la técnica lo atestigua) de pollas devoradas.

César, con la copa de vino en la mano, mira de tanto en tanto hacia esa mujer y lo hace con curiosidad, con la mirada perpleja de quien, a pesar de todo su poder, no deja de sorprenderse de que sea toda una reina quien, a sus pies, devora su polla como si de ella fuera a manar el último alimento que fuera a probar en la vida.

César podía haber previsto que esta noche se le iba a ofrecer un servicio de ese tipo. Podía esperar que, llegada ya la noche, Cleopatra, reina desterrada de Egipto, escogiera a uno cualquiera de sus súbditos, un esclavo o alguna esclava, para enviárselo como ofrenda.

Ya había pasado en otros lugares. Los máximos mandatarios de los lugares que César visitaba o los aristócratas romanos que, o bien querían ganarse su favor o bien buscaban evitarse algún imprevisto derivado del capricho del dictador, le presentaban muchachitas vírgenes a las que Julio César follaba con la dureza indiferente de los dictadores. También, de vez en cuando, los aristócratas o los temerosos de su ira le ponían sobre el lecho adolescentes efébicos en cuyo culo César vaciaba la baba blancuzca de su deseo.

Lo que en ningún caso Julio César podía esperar en esta noche alejandrina es que haya sido la propia reina, hirviente de deseo y famélica de rabo y con la vagina completamente empapada de ansias folladoras, la que se ha presentado en sus aposentos, apenas vestida con una túnica transparente, dejando entrever a través de ella sus formas sinuosas de serpiente, las promesas turgentes de sus pechos, los rubíes endurecidos de sus pezones, el vello púbico recortado y oscuro y el vaivén cachondo y provocador de sus caderas.

A César le han hablado en alguna ocasión (las noches de Roma dan también para el chismorreo y los embajadores atesoran rumores y maledicencias sin igual) de la furia uterina de Cleopatra. Le han dicho que acostumbra a escoger a cualquier esclavo del valle del Nilo para llevarlo a sus aposentos y, allí, al abrigo de su poder, extraer de sus cojones hasta la última gota de leche. A César le han hablado también de que Cleopatra no soporta que se desperdicie una gota de lefa en sus encuentros sexuales. Por eso le gusta, por encima de todo, que los hombres se corran dentro de su boca. Y que lo hagan hasta el final, aunque de tanto en tanto la copiosa eyaculación pueda provocar un amago de arcada en la divina garganta de la reina.

En esas ocasiones, cuando eso sucede y la divina Cleopatra no desea o no puede tragar completamente ese líquido precioso, escupe el semen sobre su propia mano y con él se embadurna el rostro, el cuello o los pechos. En otras ocasiones, sintiendo en su boca el palpitar de la polla en los instantes previos a la eyaculación, Cleopatra, ahíta de semen, obliga a su compañero de turno a vaciar su lechada sobre sus pechos o sobre su rostro. La reina piensa que ésa es la mejor crema cosmética que puede encontrar para mantener tersa y brillante su sedosa piel. Mucho mejor que el barro de orillas del Nilo que le traen sus asistentas y servidores para que se embadurne el pecho, el vientre o la entrepierna.

Después, cuando Cleopatra siente cómo esa crema de lefa se ha secado sobre su rostro, en la comisura de sus labios o en el surco acogedor que separa sus pechos, se introduce en una bañera repleta de leche de burra y se masturba gustosa y aplicadamente recordando el instante en que esa polla que tan sabiamente y con tantas ganas ha mamado se ha contraído para escupir sobre ella su carga de semen.

Cuando se masturba, Cleopatra utiliza sus propias manos o cualquiera de los juguetes de piedra o cerámica que, al lado de la bañera, esperan ser escogidos para tener el privilegio de visitar las profundidades reales del coño o el culo de la reina. Allí los mete y saca Cleopatra, a ritmos alternos, mientras las puntas de sus dedos juguetean con su clítoris hasta que siente cómo un fuego la devora desde el centro mismo de su vientre y cómo unas alas crecen en sus espaldas para elevarla hasta el éxtasis. Del orgasmo de la reina tiene noticias, cuando acontece, medio palacio, que escucha el gemido de placer que, brotando de la garganta real, recorre pasadizos y patios, dejando en cada rincón una impronta de lujuria satisfecha y febril.

De todas estas costumbres han informado a César sus servicios secretos (¿qué hombre de poder no los tiene?), pero él, preocupado como está en estos días por los crecientes rumores de traición que le van llegando desde Roma, no ha pensado ni por un momento durante esta noche en cuestiones de satisfacción sexual ni muchísimo menos en que la vida pudiera poner al alcance de su cipote la boca experimentada, sabia y felatriz de toda una reina.

Pero la vida le ha regalado ese presente imprevisto y la real boca de Cleopatra está ahí, en su entrepierna, con sus testículos dentro de ella, paladeándolos como quien paladea un trozo de fruta madura. Y la reina los paladea con placer. Los pasa de uno a otro carrillo. Los lame con la punta de la lengua, con la misma lengua con los que los mueve de un lado a otro, agitándolos, antes de iniciar una excursión a lo largo del pene y hasta el prepucio, al que llena de saliva mientras deja en su punta un beso que es la señal de aviso de que ha llegado el tiempo de la succión.

Pero hace ya un rato que ese tiempo llegó y ya los maxilares empiezan a doler a Cleopatra, que siente dentro de sí la rabia de quien, sabiéndose experta en el desempleo de una tarea, fracasa en su ejecución. Porque sencillo ha sido para ella desde siempre y hasta ahora conseguir que un pene luzca al máximo de su capacidad gracias a la acción de sus labios y su lengua. Y sin embargo hoy, en esta noche alejandrina, mientras los sirvientes esperan a que dictador y reina se retiren a sus aposentos, la polla flácida de César permanece en la boca de Cleopatra, indiferente a toda su pericia mamadora.

Eso la indigna, aunque no tanto como el gesto de César, que lleva su mano dictatorial a la cabeza de la reina y la toma y hace que se amorre a ese colgajo blandengue y le marca el ritmo y la obliga a sentir sobre los labios su pelambrera púbica, abundante y gruesa, estropajosa para los labios sensibles y delicados de la egipcia.

Y es entonces cuando Cleopatra, olvidando que César es el único aliado capaz de retornarle su reino en la lucha fratricida que ella mantiene con su hermano Ptolomeo, y que el enfado del romano puede suponer la pérdida de su apoyo y, con ello, el adiós definitivo a su posible retorno a reinar sobre Egipto, coge a César por la muñeca y hace que suelte su cabeza al tiempo que, con la rabia de la felatriz que no está acostumbrada a fracasar en sus felaciones, lo empuja hacia atrás, lo tumba de espaldas y deja al aire su perineo y sus nalgas, el agujero de su culo consular, que ella empieza a lamer con furia sin límite, repasando todos y cada uno de los pliegues de su esfínter mientras, con la mano, acaricia como si fuera un émbolo la polla de César, el cipote del romano que, ahora sí, parece empezar a dar señales de vida.

(Continuará)