Un desengaño sexual. Segunda parte.

Cada uno de los noes que una noche tras otra yo daba a Jorge brotaban, cada vez más, desprovistos de fuerzas. Muchas veces pienso (y creo que no me equivoco) que si Jorge hubiera tenido un poco de paciencia y su grado de encoñamiento conmigo no hubiera sido tan grande, yo, finalmente, cualquiera de aquellas noches no habría sido capaz de decirle que no. Ni a regañadientes siquiera. Es decir: que más pronto que tarde habría dado el paso que tantas noches, masturbándome, había soñado dar. Lo habría hecho y, al hacerlo, habría pisoteado todos los principios aprendidos y habría dejado el tema de la virginidad aparcado en algún lugar del ano. Allí se quedaría, esperando quizás el momento gozoso y futuro en el que un rabo duro y grueso lo hiciera añicos separando mis nalgas para hundirse en lo más profundo de mi culo.

Yo habría dado ese paso, sí, y Jorge, finalmente, habría hundido la dureza de su pene en el acogedor refugio de mi vagina. Eso, imagino, me habría bastado para no cometer el error de convertir en matrimonio lo que debía haber quedado como un simple desfogue (apasionado y ardiente, sí, pero desfogue al fin y al cabo) de dos personas que estaban en aquellos tiempos, e impelidos por el deseo recién estrenado y desbocado y por la inexperiencia de la edad, descubriendo el sexo.

Porque, ahora lo sé, si yo era inexperta en aquellos días, Jorge no lo era mucho menos. Por eso confundió el encoñamiento con otra cosa mucho más seria. Supongo que Jorge se había cegado con alcanzar por fin la penetración después de tantas noches de saborear el sabor montuno de mi coño, de tanto sentir cómo mi mano abarcaba la cálida redondez de sus pelotas mientras mi lengua recorría el tallo tembloroso y duro de su polla, de tanto vaciarse entero dentro de mi boca llenándomela con la torrentera pegajosa de su leche. Supongo que Jorge se había emborrachado del deseo de meter su polla dentro de mi coño después tanto hollar con sus dedos el apretado territorio de mis nalgas, la erección dolorosa de mis pezones, la incandescencia líquida de mi vagina y el pálpito indómito de mi ano.

Supongo que Jorge había hecho de la penetración un mito del placer y quería experimentarlo como fuese y a cualquier precio. Y esas ansias de placer iban a arrastrarle a cometer un error imperdonable que, a su vez, iba a arrastrarme a mí. Después de todo, Jorge y yo, cada uno a su manera, estábamos intoxicados de deseo insatisfecho y romanticismo rampante. Una mala mezcla. Tantos siglos de propaganda del amor romántico dejan su poso y en mí se mezclaban, peligrosamente, dos sueños: el de la espera del Príncipe Azul y el de dar por hecho no sólo que ese Príncipe Azul iba a ser cariñoso y amigo, sino también que iba a estar dotado de una poderosa y hábil polla, un rabo que, a fuerza de entrar y salir de mi vagina (en las posibilidades de placer de mi culo aún no había empezado a pensar en esos días), iba a elevarme a las cumbres más altas del placer o, lo que es lo mismo, iba a hacer que me corriera una y mil veces. Incontenible y copiosamente, por supuesto.

Ahora, con la experiencia que da el tiempo, puedo suponer que también a Jorge le habían educado para creer que la dicha de la penetración, en cierto modo, iba de la mano del amor romántico y de su plasmación más socializada: el compromiso matrimonial. Eso, claro, cuando la chica a penetrar merece la pena. Es decir: cuando puede ser una fiel compañera, una buena ama de casa y, por supuesto, una excelente madre. Las voces del pueblo lo dejaban bien claro: para dejarse penetrar sin haber pasado por el altar ya están las guarras y las putas. Que Jorge no tenía experiencias con putas se me aparece ahora como algo casi obvio. Que tampoco se había cruzado con muchas guarras, también. Es más: en ciertas ocasiones, cuando la autoestima me ronda los tobillos como un perrillo juguetón que buscara una farola en la que orinar, hasta creo que, en cierto modo, yo fui la primera guarra que Jorge encontró en su camino. Yo, la que le enceló. Yo, la que le puse la miel en los labios. Yo, la que le hizo soñar con un paraíso que, muy probablemente, no merecía tanto la pena como el que ya teníamos en aquellas noches por los huertos en sombra.

¿Por qué iba a resultar más placentera para él la experiencia de introducir el pene en mi vagina que la de sentir cómo mis labios y mi lengua trabajaban lenta y hábilmente aquel pedazo de carne palpitante que Jorge guardaba bajo sus calzoncillos hasta hacerle escupir hasta la última gota de semen que sus testículos fueran capaces de fabricar? Pero preguntas como esta sólo tienen respuesta cuando uno se ha hartado de correrse una y otra vez dentro de un coño y otro y otro y tiene los huevos pelados de lengüetazos y caricias y mamadas. Lógicamente, ése no era el caso de Jorge. Por eso mitificaba la penetración vaginal e imaginó el matrimonio (¡mira tú qué gilipollez!) como el modo más directo de alcanzarla.

Él lo propuso (lo hizo con los calzoncillos a la altura de los tobillos, la polla vencida, goteando lefa) y yo dije que sí mientras me limpiaba las tetas. Él se había corrido en ellas (le gustaba hacerlo después de que yo le marcara una cubana con todas las de la ley) y ellas mostraban a la luna las salpicaduras espesas de su leche.

(Continuará)