Las horas previas

Las horas pasaron y llegó el día siguiente. Se me hizo largo. Muy largo. No hay nada peor que intuir la presencia del gozo y que éste no acabe de presentarse ante nosotros. Estuve tentado en algún momento del día de meneármela, pero resistí la tentación. Quería conservar todas mis energías (y toda mi leche calentita y espesa) para cuando tuviera mi polla metida en la boca de la bibliotecaria. Sería entonces y no antes cuando me abandonara al placer de una corrida que sin duda iba a ser copiosa. La molestia que sentía en los testículos me lo anunciaba. Pensaba que los había vaciado con la monumental paja que me había hecho en la ducha, pero no. Sin duda ellos también pensaban en los pezones puntiagudos de la bibliotecaria, en el vaivén de sus nalgas, en la carnosidad acarminada de sus labios y en un pubis que, si lo soñaban como yo lo hacía, debían soñarlo como algo parecido a una hoguera de fuego, todo él cubierto por una pelambrera rojiza con la que mis dedos estarían encantados de juguetear.

Habitualmente me gustan las mujeres con el pubis completamente rasurado. Soporto, si acaso, un delta perfectamente recortado y dibujado que deje libre de vellosidad los labios vaginales. Al pensar en la bibliotecaria, sin embargo, y por un motivo que aún no alcanzo a explicarme, me gustaba imaginar un pubis peludo y agreste. Quizás era el color rojizo de su cabello lo que me empujaba a pensar de ese modo. Unos pelos montunos de color rojo coronando el pubis eran el símbolo de las llamas que debían abrasar un coño de labios húmedos e inflamados, sensibles y ardientes.

Pensaba en ellos, en aquellos labios que yo imaginaba rezumantes de embriagador licor, y los imaginaba entregados a la avidez de mi lengua y al saborear enfebrecido de mis labios. Ninguno de esos pensamientos ayudaba a evitarme aquella erección que, como el Guadiana, iba apareciendo y desapareciendo a lo largo del día y en los momentos más insospechados. Uno de aquellos momentos (no hay mal que por bien no venga) me sirvió para descubrir que quizás algún día debería invitar a Begoña, mi compañera de sección, a tomar una copa. Estaba hablando con ella cuando mi polla, de manera autónoma, comenzó a presionar bajo mi calzoncillo. Ciertamente, no es que esté extraordinariamente dotado, pero el nivel de la erección no podía disimularse así como así. Begoña nunca me ha atraído demasiado, pero el brillo que contemplé en sus ojos cuando se percató del motivo de mi incomodidad (sorprendí el rápido sobrevuelo de su mirada sobre mi paquete) y el levísimo gesto que hizo con sus dientes superiores mordiendo su labio inferior me permitieron intuir en ella a una mujer que, llegado el caso, podría comportarse sin demasiada dificultad como una de esas mujeres que de pronto se desmelenan y se tragan toda tu leche o se ponen a cuatro patas y, fuera de sí, te reclaman casi a gritos que se la claves cuanto antes por el culo, que quieren tenerlo lleno de ti, que por favor las empales sin contemplaciones y que las revientes a pollazos hasta que te vacíes entero aunque luego tengan que estar cuatro días recordándote y maldiciéndote cada vez que tengan que sentarse.

A lo que iba: que mi polla estuvo durante todo aquel día levantisca y autónoma y que mi concentración se centró en la que yo consideraba la tarea principal que yo debía acometer aquel día y que era la de llegar en perfectas condiciones físicas y con una buena reserva de semen en los cojones para lidiar con aquella hembra cachonda y sensual, excitante y buscona, que me había enmarañado el sueño durante los últimos tiempos.

La cita

Llegó la hora de la cita. Yo estaba sentado dentro de la taberna irlandesa, mirando un video musical de la MTV en la megapantalla de la cervecería cuando vi cómo la puerta del bar se abría y todas las miradas masculinas se dirigían hacia allí. Antes de verla a ella vi el deseo pintado en la mirada de aquellos hombres que, en la barra o en las mesas, intentaban pasar medianamente bien aquellas últimas horas de la tarde. Eran, aquéllas, miradas que la desnudaban; ojos que se convertían en manos que la magreaban sin contemplaciones; bocas que se hacían agua imaginando las humedades salinas de su coño; pollas que se endurecían soñando con la estrechez ardiente de su culo.

Eran hombres, al fin y al cabo. Hombres que follan más con la imaginación que con el rabo. Hombres que, mientras sean hombres y sientan dentro de sí esa pequeña pavesa que no acaba de convertirse en ceniza y que, en según qué circunstancias, activa el mecanismo de la irrigación sanguínea que concluye con una erección más o menos duradera, nunca dejarán de mirar a las mujeres guapas, a las no tan guapas y a aquéllas que, siendo casi feas, tienen sin embargo los encantos suficientes como para hacer que un hombre tenga ganas de olvidarse de la política, del fútbol, del motociclismo, del automovilismo, del modelismo, del arte, de la jardinería, del coleccionismo de sellos, de chapas, de pins, de imanes, de todo lo que no sea estar metido dentro de esa mujer, bien sea en la boca mamona, bien en la vagina ardiente, bien en el culo glotón e insaciable que parece querer devorarlo todo con su vaivén sandunguero y que ante los ojos de esos hombres se convierte en el cofre que esconde con toda probabilidad los secretos más recónditos del placer.

Todas esas miradas acompañaron a la bibliotecaria de mis sueños hasta mi mesa y todas se fijaron en mí con esa extraña mezcla de desprecio y envidia con la que los hombres miramos a los hombres que, no siendo gran cosa (y yo no lo soy), gozan de la compañía de un pibón del quince. Y mi pibón ya estaba allí, en mi mesa, y venía “vestida para matar”.

Había elegido para dejarme sin aliento unos zapatos de tacón, unos pantalones ajustados de cuero negro y una camiseta escotada del mismo color en la que se apuntaban, como si fueran dos faros en mitad de la noche, los duros diamantes de sus pezones. Como peinado, mi bibliotecaria había optado por dejar suelta su cabellera pelirroja. Esta caía sobre sus hombros como un río de fuego dándole un aire casi demoníaco. Ciertamente, mi bibliotecaria parecía todo menos una fanática de la lectura. Claro está que uno no conoce las aficiones que, en sus ratos libres, tienen las enviadas de Lucifer.

-Hola – me dijo. Y estampó dos besos en mis mejillas. Aquellos besos sirvieron para que mi polla agonizara de deseo dentro de mis calzoncillos y para que yo descubriera el aroma que había de acompañarme toda la noche y que iba a quedar en mi memoria como un recuerdo imborrable, símbolo y metáfora de la fiebre a la que puede conducirnos la pasión cuando se desata y nadie se encarga de sujetarla.

(Continuará)