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-Tú tranquila, candidata. Ya vendrán otras elecciones y quizás entonces…

Quizás mis palabras no sonaron sinceras. O quizás mi cara era un poema a la que acudían los versos (todos ellos lúbricos) que bailaban en mi cabeza. Quizás fue eso, sí. O quizás fue simplemente que Carolina Marín fue aquel día una especie de bruja y pudo leer mis pensamientos más profundos, los que apuntaban a su culo perforándolo con rabia. El caso es que acercó su cabeza a la mía, sus labios a mis oídos, y con un susurro me dijo:

-Ni sueñes por un momento que vas a meter esto en mi culo.

“Esto” era mi polla. Carolina la palpaba a través del pantalón, notando cómo se iba endureciendo, calibrando su dureza y su potencia. Hubiera dado la mitad de mi vida porque me la hubiera sacado allí mismo, junto a la barra, arrodillada ante mí, y se la hubiera metido en la boca. Yo se la habría llenado de leche calentita. Imaginé el semen escurriendo por la comisura de sus labios carnosos y sentí la vibración de mi polla bajo los calzoncillos. Aquel pedazo de carne ardiente reclamaba un agujero en el que desahogarse. Su boca, su culo, su coño, qué más daba. Necesitaba desfogarme. Necesitaba follármela bien follada. Necesitaba correrme en su boca, en sus tetas, en las profundidades más hondas de su culo, sobre la llanura lisa de su vientre. Carolina no podía dejarme así. Y, sin embargo, parecía que iba hacerlo.

Esbozó una sonrisa triste. Se levantó del taburete. Se me acercó sin despegar la mano de mi rabo, sin dejar de frotármelo. “Ven dentro de media hora a esta dirección”, me dijo. “No vayas a pelártela antes de esa hora. Quiero toda tu leche para mí”. Y se marchó del bar. Yo vi cómo avanzaba entre las miradas ansiosas de la clientela, meneando el culo, impasible y diosa. Sobre la barra quedaba una tarjeta de visita con una dirección y un beso de carmín marcado. Bajo mis calzoncillos, una polla que reclamaba su instante de gloria y desahogo. En mi corazón, un latido al galope.

Creo que fue la media hora más larga de mi vida. La dirección que me dio estaba a tres calles del bar. Llegaría caminando en cinco minutos. Me tomé otra copa intentando pensar en algo que no fuera el coño húmedo de Carolina, su culo duro y glotón.

Cuando llegué a la dirección señalada pulsé el botón del interfono.

-Sube –dijo-. Empuja la puerta cuando llegues al piso. Está abierta.

Lo estaba. Y tras ella se alzaba una visión paradisíaca. Carolina Marín estaba en mitad del pasillo, altiva y retadora, vestida solamente con una especie de biquini de cuero negro. Sus pezones asomaban por dos agujeros que había en su sujetador. Me acerqué hacia ella con la intención de lamer aquellos pezones maravillosamente oscuros, de mordisquearlos suavemente, de comprobar hasta qué punto podían endurecerse. La bofetada de Carolina me lo impidió. Resonó en toda la casa.

-Aquí las cosas se hacen como yo digo –dijo.

La hubiera estrangulado allí mismo. Me ardía la cara por la bofetada y la rabia y me ardía la polla por el deseo de encularla. Fue por esa polla en celo por la que me cogió y, tirando de mí, me llevó a una habitación en la que sólo había una cama, una pequeña mesita y tres espejos, uno a cada lado y otro en el techo. Me colocó junto a la cama y empezó a desnudarme. Lo hizo sin muchos miramientos, sin sensualidad, como si quisiera acabar con aquella tarea cuanto antes.

Se arrodilló para bajarme los pantalones y, acercando su boca a mi paquete, mordió con suavidad mi polla a través del calzoncillo. Me lo bajó de golpe, y aquel trozo de carne lleno de venas inflamadas que tanto tiempo llevaba pugnando por salir de la prisión de tela en la que estaba encerrado me golpeó el vientre. Ella le pegó un pequeño lengüetazo justo en la punta y todo mi cuerpo se estremeció. Era tanto el deseo acumulado que a punto estuve de correrme sólo con esa caricia de su lengua. Creo que hasta llegó a aparecer una pequeña gotita de semen en la punta. Por suerte, recordé algo que había leído sobre técnicas respiratorias para retrasar la eyaculación e intenté llevarlo a la práctica. Me iba a hacer falta recordar alguna de las cosas que en otro tiempo había leído sobre el Tantra y que nunca había llegado a practicar.

Y es que el putón de Carolina lo tenía todo planificado y yo sólo iba a ser un juguete en sus manos. Me tumbó sobre la cama, se montó encima de mí y empezó a lamer y mordisquear mi cuello mientras ponía mis brazos en cruz y los ataba con dos correas de cuero al cabezal de la cama. Después fue descendiendo cuerpo abajo. Sus caricias se concentraron entonces en el interior de mis muslos, en mis ingles, en todo el espacio de carne excitada que rodeaba mis genitales. De tanto en tanto su lengua se aventuraba un instante por mi polla, pegaba un lengüetazo a mis cojones. Me separó las piernas y, al igual que había hecho con mis brazos, las ató a la cama por los tobillos.

(Continuará)