La venganza (Capítulo Final)

-Fóllame, fóllame, fóllame –empecé a decirle mientras sentía la presión de su polla en mi vientre y notaba cómo su mano me bajaba las bragas. Sin prisas, pero con seguridad. Sin titubeos. Y sin titubeos cogió su dedo, el mismo que había estado jugueteando con mi culo, y lo llevó a mis labios. ¡Cómo me gustaba aquel dedo! ¡Cómo adoraba aquellas manos! Los fetichistas somos así. El objeto de nuestro deseo nos enloquece. Y yo enloquecí. Comencé a perder el norte. Lamí aquel dedo como si de esa lamida dependiera mi supervivencia. Casi lloré de rabia cuando él sacó su dedo de mi boca y comenzó de nuevo a besarme, esta vez más ávidamente. Sus manos sujetaban mi cabeza. De pronto noté una presión que tiraba hacia abajo y entendí. Dejé que sus manos me guiaran. Dejé que llevaran mi cabeza a la altura de su bragueta. Mis manos fueron rápidas. Bajaron la cremallera, desabrocharon el cinturón, tiraron hacia abajo al mismo tiempo de calzoncillo y pantalón. Su polla quedó frente a mi boca, amenazante, retadora. Me moría de ganas por rodearla con mis labios, por metérmela entera en la boca, por sentir su punta golpeando mi campanilla. Pero quise marcar, yo también, mi propio tempo. Por eso le lamí los cojones. Por eso me metí uno en la boca y lo saboreé como un caramelito. Por posponer aquel instante delicioso en el que su rabo me llenara la boca. Me había prometido no soltarlo hasta que vaciara su carga de semen en mi boca. Sí, me tragaría toda su leche. ¡A la mierda los consejos médicos! Quería vaciarle los huevos y apoderarme de toda su energía. ¿Qué mejor manera de hacerlo que tragándome todo el fruto de su orgasmo?

Fueron sus manos (sus manos divinas) las que hicieron trizas mi tempo. Me cogieron del pelo y me obligaron a soltar aquel juego preliminar de lamer sus pelotas y a tragarme la dureza inabarcable de su rabo. Creí que me ahogaba. Me la metió con rabia. Sentí las náuseas escalando cuerpo arriba. Pero me contuve. Resistí la embestida y comí. Y comí enloquecida. Con el coño empapado y grueso, inflado de deseo. Tan inflado que se estremeció ante aquella caricia que lo cogió desprevenido. ¿De dónde cojones venía aquella caricia? Qué lengua (porque era una lengua, de eso estaba segura) se la proporcionaba. Quise mirar pero las manos de Alejandro me lo impidieron. Eran en ese momento unas manos tiranas. Unas manos que marcaban un ritmo frenético a mi cabeza. Su polla entraba y salía de mi boca y parecía crecer (todavía más) en cada embestida. Al mismo tiempo, aquella lengua que se paseaba por todo lo largo y ancho de mi coño me estaba derritiendo. Yo ya no tenía conciencia más que de aquel placer que se iba apoderando de mí.

Todo sucedió en dos segundos. Descubrí un espejo, miré hacia él, escuché el gruñido de Alejandro (“me corro”, dijo) y, al unísono, al mismo tiempo que notaba cómo la boca se me llenaba con su lefa pringosa y ardiente, sentí cómo dos dedos se metían en mi cuerpo. El uno lo hacía por el túnel dilatadísimo y empapado de mi coño. El otro, por el más estrecho y reseco de mi culo. Me corrí. Me corrí como creo que nunca me había corrido. Me corrí sintiendo que me moría, que se me iba la vida por aquellos labios que se contraían y dilataban. Me corrí sintiendo la oleada de rabia que crecía dentro de mí. Y es que la imagen que el espejo me devolvía no era otra que la de la zorra de mi jefa. Era ella quien me había lamido el coño mientras su marido me la metía hasta la campanilla. Era ella quien había dado cachetes a mis nalgas cuando yo, ebria de deseo, quería vaciar de leche los cojones de Alejandro. Era ella la que me había metido los dedos en coño y culo al mismo tiempo que su hombre, aquel traidor, se había vaciado en mi garganta.

Quise luchar, empujarla, retirarla de mí, pero sus manos eran firmes. Fueron esas manos las que me sujetaron los tobillos. Por vez primera me fijé en ellas. Y vi que eran una manos dignas de una diosa. Y algo parecido al deseo brotó dentro de mí. Me abandoné. Me dejé hacer. Dejé que me pusieran a cuatro patas. Él se colocó detrás de mí. Me dio dos cachetes en el culo. Resonaron en la habitación como podría resonar el disparo de partida de una carrera hacia el delirio. Sentí su polla rozando el borde de los labios de mi coño. Y sentí cómo iba entrando dentro de mí. Despacio. Sin prisas. Con delicadeza. Con tanta delicadeza como Gloria, mi jefa, se había colocado ante mí, desnuda y entregada, con las piernas abiertas, mostrándome la maravilla de su coño, esperando que mi lengua y mis labios le devolvieran el placer que los suyos habían proporcionado al mío.

Lo besé. Lo lamí. Lo adoré. Adoré las maravillas que me ofrecía aquel conejo que se estremecía al contacto de mi lengua. Nunca en mi vida había comido un coño. Siempre había respetado el lesbianismo, pero jamás me había sentido atraída por ninguna de mis amigas. A lo máximo que había llegado era a masturbarme junto a una compañera de un antiguo trabajo una noche, en su casa, después de unas copas, mientras mirábamos una vieja foto de Paul Newman que adornaba la pared de su comedor. Nada nuevo. Ya lo había hecho alguna actriz en no sé qué película. Pero el coño de Gloria era algo distinto. Aquel coño me requería aquel cunnilingus. Después de todo, era su marido quien me estaba follando desde atrás mientras yo se lo lamía.

Me gustaba sentir cómo se deshacía en mi boca el coño de Gloria. Ya no era mi jefa; era Gloria. Y a Gloria sabían aquellos labios inflamados y aquel agujero por el que no dejaba de manar una lava ardiente y salada. Me gustó sentir cómo Gloria se corría mientras su marido vertía su torrente de leche en lo más profundo de mis entrañas. Aquella pareja de viciosos se habían confabulado para tenerme allí, a su merced. Pero aquella confabulación había hecho que mi cuerpo se estremeciera de placer en más de una ocasión. Y eso merecía mi perdón. Y mi agradecimiento. La palabra venganza ya no tenía cabida entre nosotros. Entre nosotros sólo cabía la palabra espera. La espera de una próxima vez que reeditara y multiplicara los delirios sexuales de aquella noche.

Gozamos en muchas ocasiones los tres juntos. En su casa, en la mía o en habitaciones de hotel reservadas para el caso. No pasó demasiado tiempo para que Gloria y yo aprendiéramos a gozar la una de la otra sin necesitar de la ayuda de Alejandro, de sus manos divinas y su polla gloriosa. En la oficina extrañó un poco que tuviéramos que reunirnos las dos tantas veces, en privado, en su oficina. Pero la gente se acostumbra a todo. Incluso a saber que mi sueldo aumentó al tiempo que disminuía mi trabajo. También se acostumbraron, creo, a verme salir de aquella oficina con el cabello despeinado y los labios brillantes. Si los hubieran besado habrían conocido el sabor del coño de su jefa. De su adorable, divina y encantadora jefa.

Fin